Un 4 de marzo Andrés Caicedo decidió acabar con su vida. En su carta de despedida le aconseja a su
madre optar por el mismo fin. “premedita tu muerte tú también, es la única forma de vencerla”. Esa
carta llama mucho la atención por la combinación de conceptos y sentimientos, la condescendencia que
tiene Caicedo con el mundo y con su madre y su certeza sobre el suicidio.
Siempre me han atraído los poetas suicidas, los seres fugaces, me causa mucha curiosidad leerles sabiendo la manera como terminaron, los escritos siempre dejan ver cosas de las personas que a veces ni ellas mismas quieren mostrar. No puede ser simple casualidad que me guste leer a los que se matan; Alejandra Pizarnik, José Asunción Silva, Alfonsina Storni, Reinaldo Arenas, Sylvia Plath y podría seguir nombrando poetas, porque pareciera un designio divino que la poesía y la muerte estén conectadas. De hecho, la primera poeta conocida, Safo, se suicidó lanzándose al mar.
Tengo la tendencia de encontrar datos curiosos de los poetas que puedo relacionar con mi propia
historia, alguna suerte de fantasía de poeta frustrado. Por ejemplo, un dato curioso sobre Andrés
Caicedo es que tenía problemas de habla, supongo que la escritura le dio la oportunidad de
descomponer su alma en pequeños fragmentos y poner en evidencia su esencia más allá del sonido de
su voz y la articulación de los fonemas. No padezco precisamente de problemas de dicción, pero siendo
extranjera incluso en mi propia tierra y hablar en otras lenguas es casi peor que ser tartamudo, porque
hay tanto que uno quiere decir, pero no sale, por eso siempre he pensado que Caicedo y yo sufrimos del
mismo mal. Tener mundos increíbles dentro de la cabeza que no se pueden verbalizar. Otra poeta con
cosas en común es Pizarnik, ella sufría de esquizofrenia y era un tema recurrente en sus poemas, alguna
vez escribió:
Alejandra, Alejandra
debajo estoy yo
Alejandra.
Al morir su padre, Alejandra cayó en una depresión de la que nunca se pudo recuperar. Yo también
siento una conexión sobrenatural con mi padre y seguramente su muerte me golpearía más fuerte que la
de cualquier otro ser humano. Además, aunque mi padecimiento no es clínico, he cargado con voces en
mi cabeza toda mi vida, todas las Manus que me susurran conjuros para la vida y el arte. Esas voces son
mis claro oscuros, mi antídoto contra la sordera del mundo, que no escucha sino sus propios egos. He
aprendido a encontrar en mis voces y en mi escritura, mi lugar seguro.
Y como Caicedo y Pizarnik, podría seguir encontrando y en algunos casos forzando la cercanía y similitud
con estos seres extraordinarios y fugaces. Creo que poder acercarme a este tipo de escritores me ayudó
a relacionarme con el concepto del suicidio y consecuentemente de la muerte. Porque la gente siempre
dice que no es posible que una persona que habla de lo profundo de lo intangible y la hermosura de la
vida pueda también hablar de la catástrofe que es estar vivo, pero están equivocados. Un día le pregunte
al gran poeta Bogotano Juan Gustavo Cobo Borda, en un conversatorio sobre José Emilio Pacheco que
por que era Pacheco un ser tan triste si escribía poemas tan lindos, Cobo Borda dijo:
- La paradoja de la tristeza es que está rodeada de hermosura.
Ese día volví a mi casa con un montón de reflexiones profundas sobre la escritura, la vida y la muerte. En
ese sentido la Universidad me transformó radicalmente, estudié mi licenciatura en lenguas durante siete
años y en ese tiempo tuve que despedir no uno ni dos, sino cinco colegas, sin contar mi gran amigo de la
secundaria que un día sintió que este mundo no lo dejaba respirar más y murió por asfixia. A todos ellos
los extraño y los analizo. Ninguno fue poeta, recuerdo incluso que a uno de ellos le costaba mucho las
clases de literatura y siempre me pedía ayuda, pero yo padezco del mal del poeta inacabado y siempre
dejaba la academia en último lugar así que mucho no ayudé. Ahora en perspectiva reconozco que he
estado rodeada de grandes grupos poblacionales vulnerables frente al suicidio: los poetas, los artistas y
los maestros.
Hace una semana aproximadamente en la Universidad Pedagógica Nacional tres estudiantes pasaron a
sumar esta lista de seres extraordinarios pero fugaces, yo no los conocía, pero cuando leí la noticia se me
revolvió el estómago, mi vida es un constante “no le prestes atención a esos pensamientos recurrentes
Manu” pero si algo he aprendido en esta vida es que uno de los fantasmas no se escapa, sino que se
enfrenta. Los fantasmas de mis colegas me visitaron una vez más, en mis sueños y me dicen que, así
como yo los cargo encima ellos también me cargan a mí. A veces me encuentro por la vida trampeando
la muerte, es como si la blanquita me quisiera también a mí, pero yo la esquivo, la canalizo con poemas
debajo del brazo, la arrullo y la libero una vez más lejos de mí.
Me gusta hablar del suicidio, he aprendido a nadar con la cabeza fuera del agua, he aprendido a mirar al
suicidio a los ojos todos los días y decirle “aquí no, hoy no”. No es una tarea fácil pero seguro que es una
tarea que vale las dichas y las penas. Un día tuve una conversación con mi padre, no fue una
conversación particularmente larga, pero recuerdo decirle que era inevitable en algunas ocasiones
pensar en el suicido y su respuesta fue fulminante - ¡Claro! Después de todo lo que has pasado hija, lo más natural es que pienses en eso.
No necesitó decir nada más, yo no necesite decir tampoco nada, esa fue una respuesta contundente.
Seguro mi papa ahora no se acordará de ese día, pero yo nunca lo voy a olvidar, su reacción natural y
honesta me dieron cien años más de vida. Me di cuenta de que no necesitaba una confrontación ni un
discurso sobre lo bello que es vivir y lo que es pecado. Yo lo que necesitaba era identidad, necesitaba la
reafirmación de que la vida puede ser también un montón de momentos de angustia y de melancolía,
que el espíritu tenía derecho a sentirse pesado y que la mente estaba autorizada para revolotear sobre
pensamientos oscuros y fatales. Eso no significaba que no tuviera yo otro día, otro amanecer, otra
oportunidad para aligerar las cargas y así, livianita, poder alar a quienes estaban a mi alrededor. Los
seres humanos estamos tan azarados con lo terrenal, no notamos que todos estamos en un campo de
batalla, que a todos nos ha tocado un pedazo de miel y otro de hiel, que a todos nos abraza la risa y nos
besa el llanto.
Creo que, en estos tiempos de guerra, habrá que armarnos de astucia y paciencia para sobrevivir a la
complejidad de las emociones en el mundo de luces y cemento. Habrá que ser valientes y estar tristes,
darle chance a la oscuridad de venir a nosotros y traernos el mensaje que nos debe traer, escuchar la
desesperación con amor y dar abrigo a cada esquinita del cuerpo que se siente abandonado. Tengo la
certeza que no por azar me encontró la literatura de los poetas suicidas, vino para salvarse conmigo, en
mi encontró una lectora empedernida que no se asusta en las noches de acongojo, agradezco el tiempo
de los poetas muertos, pero ahora es el momento de los poetas los poetas que cambian el discurso del
padecimiento de la existencia por el discurso de la esperanza, la madre de todos los actos de amor.
Como dijo Walt Whitman:
“La sociedad de hoy somos nosotros:
Los «poetas vivos».
No permitas que la vida te pase a ti sin que la vivas”