A 43 años del fallecimiento de Gonzalo Arango, sus letras siguen vigentes

A 43 años del fallecimiento de Gonzalo Arango, sus letras siguen vigentes

Un homenaje a propósito del aniversario de muerte del gran profeta nadaísta

Por: Alejandra Henao Carmona
septiembre 26, 2019
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A 43 años del fallecimiento de Gonzalo Arango, sus letras siguen vigentes

Todo comenzó en Andes (Antioquia). Allí nacería Gonzalo Arango, el precursor del nadaísmo, tal vez el único movimiento literario, poético y estético en Colombia que se ha atrevido a hacer de sus letras una irrupción nihilista y reiterativa por la inquietud de la existencia y la profecía hacia la nada.

El profeta, poeta y filósofo del desastre, como aún le llama su compañero y amigo del movimiento nadaísta Jotamario Arbeláez, se despedía un 25 de septiembre de 1976 de este mundo de la manera como predicó que era la vida, un absurdo. Aunque nació y creció en Andes y allí escribió algunos de sus textos, Medellín, la ciudad de la provincia atravesada por campesinos, sería musa de su inspiración. Basta leer Medellín, a solas contigo para entender la melancolía que produce una declaración de amor a una ciudad que se niega a sentir (al día de hoy este texto sigue siendo muy vigente para lo que continua siendo esta ciudad). Precisamente, sería Medellín la que detona en sus letras parte de sus viscerales reclamos a una cultura conservadora que tenía sumida a la sociedad en una “decrepitud de espíritu resignado incapaz de evolucionar hacia nuevas formas de vida”.

Siendo nadaísta su producción literaria y poética no fue proporcional a la emocionalidad de sus letras, leyéndolo siempre queda la sensación de que a Gonzalo le faltó tiempo para seguir escribiendo, diría él “cada obra se escribe durante toda la vida”. Sin embargo, podría decirse que su pequeña novelita Después del hombre, sus Cartas a Julieta, sus múltiples poemas, dedicatorias, columnas de opinión y expresiones de vida, harían de este escritor que renunció a ser abogado, el reflejo de una generación cansada de una idea de progreso vaga, o más coloquialmente, del frustrado mito antioqueño. Bebiendo de Dostoievski, Baudelaire, Stendhal, Camus, Sartre y sobre todo de la áspera realidad colombiana, Arango se inspiró para expresar una interpretación de vida que le reclamaba a la tradición, a la ética confesional y del establecimiento colombiano por sus injusticias, aunque nunca de tinte político, si acaso de discusión filosófica y literaria; pues como diría el profeta su intención como escritor nunca fue la de cambiar el mundo.

De Gonzalo y el nadaísmo ya se ha dicho mucho y seguirá quedando más por decir, pues sus letras no pasan de moda, siguen expresando el descontento, el desasosiego pero también la absurda belleza de la vida. Aun cuando se retiró de su propio movimiento, diría un mal lector que por amor, por su Angelita.

A continuación y en honor a su recuerdo un fragmento que resume mucho de la emocionalidad que plasmaba Gonzalo en sus textos:

La traición del nadaísmo. Refutación al humanista

Tu corresponsal en Cali, seguramente mi amigo X-504, dice que yo traiciono el nadaísmo por irme a beber whisky a un salón burgués. Yo quiero aclarar otra vez que yo no soy un escritor proletario. No se es proletario por carecer de dinero (mi caso), pero tampoco se es burgués por tenerlo. Lo burgués para mí es una condición del espíritu. En este sentido soy un burgués. Mis obras van dirigidas a un público específico: el que tiene plata para comprar un libro y asistir al teatro, y entiende eso o cree entender, y además dispone de tiempo para leer y asistir a tales frivolidades.

Yo no escribo para el obrero de Coltejer que no sabe leer, se gana cinco pesos, toma el turno de las diez de la noche, trabaja doce horas en una máquina, vomita sangre en los retretes, se desmaya de hambre, empeña la máquina de coser para pagar el arriendo, y deja su trabajo extenuante en la misma hora en que yo subo por los jardines de la avenida La Playa en el colmo de la alucinación, con una rosa convulsiva en la solapa de mi chaqueta, borracho con un perfume Miss Dior que me dejó en el pecho, la mujer que bailó conmigo a Duke Ellington, y que luego dejé en su casa algo ebria y soñadora. Y ahí me cruzo con mi pobre obrero, y juro que me gustaría dar la vida por él, y arrodillarme y besarle los pies y pedirle perdón por mi existencia, pero todo este sentimiento plañidero no haría sino humillarlo, por lo cual desisto y sigo mi camino, luminoso y constelado como un diamante negro, contento de vivir, de respirar esa soledad errante y a la espera de catorce horas de sueño y un jugo de naranja y pensando:

"Yo no tengo la culpa, soy un pobre profeta paranoico y no puedo salvar a nadie, no puedo curar la tuberculosis de los obreros, ni subirles el salario, ni dar mi sangre para la anemia de los niños. Sé también que no se gana nada con que yo denuncie las injusticias humanas. Yo no soy idealista. Tal vez el gobierno pueda mejorar el nivel de vida, pero no lo hace por que el sistema capitalista está interesado en la ignorancia del pueblo y en su explotación, y paga a los curas para que bendigan la ignorancia y sean mansos de corazón y se resignen a su miseria que les abre las puertas del cielo donde serán eternos capitalistas del goce de la vista de Dios, una vez que revienten de hambre y de tuberculosis y abandonen la pasión dolorosa de la tierra que calumnian como un inmundo y desgraciado valle de lágrimas".

En Cali, una mujer me dijo a las tres de la mañana: “Gonzalo, ¿por qué nos tenemos que morir?”. Y yo le dije: “Porque sí, ranita, porque yo no hice el mundo”.

Y por eso creo que no soy un escritor proletario: porque yo no hice el mundo, ni trato de reformarlo. Me conformaría a lo sumo con poder destruirlo.  Precisamente por eso nos abominan los comunistas: porque nos sindican de encarnar el derrotismo de la burguesía y un nihilismo apestoso de la peor alcurnia intelectual. Es probable que tengan razón. Para mí la revolución obrera significa tanto como el estallido del Alka-seltzer en mi vaso de soda.

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