"¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?". Esta provocativa pregunta es el título de una novela de ciencia ficción del escritor estadounidense Philip K. Dick, publicada en 1968. La novela tuvo su adaptación al cine en 1982 de la mano del director británico Ridley Scott, quien convirtió el libro en una obra cinematográfica a la que hoy se le etiqueta como película de culto: Blade Runner.
La historia, que se desarrolla en un mundo distópico para ese entonces (Los Ángeles en 2019), trata de un agente que debe cazar humanos artificiales (conocidos como replicantes), es decir seres creados por una empresa ingeniería que se asemejan a los humanos y son creados para trabajos fuera del planeta (colonias exteriores).
Algunos de ellos entran en rebeldía, se han escapado y quieren regresar a la tierra; es ahí donde se hace necesario el agente Rick Deckard, contratado para "retirarlos", eufemismo de cazarlos, matarlos, para mantener el orden.
Luego de varios cumplimientos a esa orden, Deckard llega hasta el último de los replicantes (de nombre Roy Batty) que, como decíamos, han desarrollado un colchón emocional que les permite desarrollar sentimientos y sensaciones humanas (memoria, empatía, dolor, amor, atracción, etcétera).
La escena final ha pasado a la posteridad como una de las más herméticas y polisémicas del cine, por su carácter poético y difícil de objetivar.
Luego de una larga y nocturna cacería en la que Deckard persigue en un olvidado y húmedo edificio a Roy, los papeles se invierten y es este último el que termina persiguiendo a un Deckard que sufre el desgaste y su falta de seguridad ante su oponente. Es Deckard el que asume su necesidad de evadir el encuentro por instinto de supervivencia.
En la terraza de esta construcción que representa esa deshabitación humana, propia de las distopías (oscuras, lluviosas, artificiales, olvidadas) finalmente el encuentro es inevitable.
Deckard cree poder huir saltando de un edificio a otro, pero no lo logra y queda a merced de Roy cuando solo puede sostenerse de una base de metal de la que en pocos minutos su mano se deslizará y caerá al precipicio.
Sin embargo, en ese instante fatal, Roy, sin camisa y sosteniendo en una de sus manos una paloma blanca, lo toma de una mano y le salva la vida, levantándolo y arrojándolo a la azotea.
Es aquí cuando se presenta el famoso monólogo de Roy Batty en la que deja perplejo no solo a Deckard sino al público que no entiende cómo es esta la acción final de un hombre que se veía cazado, luego fue cazador, y finalmente le dedica unos minutos a su contendiente.
"He visto cosas que ustedes nunca hubieran podido imaginar. Naves de combate en llamas en el hombro de Orión. He visto relámpagos resplandeciendo en la oscuridad cerca de la entrada de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, igual que lágrimas en la lluvia. Llegó la hora de morir".
Para incredulidad de un Deckard empapado y extraviado en sus sensaciones (salvado por quien creía lo ultimaría) es testigo de la muerte de Roy Batty. cuya paloma levanta vuelo cuando Batty cierra sus ojos, para alzarse hacia un cielo oscuro…
La escena está construida con aspectos muy potentes a nivel semiótico. Como lenguaje cinematográfico hay elementos que destacan.
En primer lugar, la oscuridad y desolación remarcada por las luces de neón de los edificios adyacentes… esa misma presencia de lo artificial (los omnipresentes avisos orientales de eléctrico neón) que refuerzan esa dicotomía entre lo humano y lo robótico en un mundo donde no queda claro qué es natural y qué no.
Ese contraste de luces se utiliza también para enfatizar el aspecto visceral de Roy (el animal cazado/cazador) y su rostro con la sangre y sudor de quien vive con intensidad sus últimos momentos.
En ese panorama ¿Es la lluvia la metáfora del tiempo en el cual todos los actos humanos se perderán? La presencia de la paloma en brazos de Roy, liberada una vez ha cerrados sus ojos para siempre (luego de su misterioso y evocador monólogo) puede ser vista como la ascensión de un alma.
Se ha dicho que cuando alguien muere pierde 21 gramos de peso, el mismo que pesa un colibrí.
La paloma puede ser a la vez reminiscencia de algo que se libera (el alma) y que encuentra la anhelada paz (luego de tanto buscarlo y de ir incluso a donde su propio creador, el dueño de la empresa que lo creó Tyrrell Corp., Roy se abate al reconocer su caducidad de máquina, su misma condición de humanoide finito).
El vacío del precipicio, que se acrecienta con las perspectivas que toma la cámara, bien podría leerse como la imagen del vértigo que genera esa misma conciencia de la muerte, ese abismo para el que no queda sino vivir, a veces, como Deckard, con la sensación en días de estar agarrados solos de una base metálica de la que nos desprenderemos y caeremos…
Al final, Deckard, y Roy, dos seres (replicantes, humanos, humanoides a conciencia o sin saberlo) son la misma cara de una misma moneda.
La del organismo que se pregunta por su existencia y el deseo de saber más allá de lo que puede saber. Incurriendo en esa Hybris que llamaban los griegos. Ese deseo que conocer el destino y su sentido. Solo permitido para los dioses.