Antes de reflexionar sobre el tema, coloqué en Google las palabras claves “Por qué no libros autoayuda” con la intención de sondear las opiniones que se han dado sobre la cuestión. En general encontré cosas como: “porque los autores y las editoriales se enriquecen vendiendo basura”, “porque al final no sirven”, “porque son muy malos literariamente” y solo uno, no muy cerca tampoco, pudo darme una razón sustantiva: “porque consideran a las personas débiles mentales”.
La inquietud venía rondándome hacía mucho tiempo pero nunca me di a la tarea de resolverla. Era tan poco mi interés por esos libros que simplemente me quitaba cualquier pensamiento sobre ellos como quitándome una mosca de la nuca. Pero en los últimos días el tema se me ha aparecido en situaciones tan diversas que me ha sido imposible ignorarlo, en especial, ignorar el fastidio que me causan. Hoy, entonces, me daré a la tarea de explicar desde un punto de vista sustantivo por qué no me gustan los libros de autoayuda.
Los libros de autoayuda me molestan porque minan la autonomía de la persona. La libertad es lo más sagrado que puede tener un individuo, y la libertad no es otra cosa que la capacidad para tomar decisiones, para mandarse a sí mismo. El filósofo de la libertad, Immanuel Kant, llamó a esta idea como salir de la minoría de edad. Así lo dijo en su famoso ensayo Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la ilustración?
“La minoría de edad es la incapacidad para servirse del propio entendimiento sin la guía de otro. Esa minoría de edad es causada por el hombre mismo, cuando la causa de esta no radica en una carencia del entendimiento, sino en una falta de decisión y arrojo para servirse del propio entendimiento sin la dirección de algún otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valentía para servirte de tu propio entendimiento! ” (Kant, 1783)
Para Kant, quien evade cómodamente su capacidad de tomar decisiones sobre sí mismo para que otros las tome por él, no se diferencia en nada de un niño pequeño, de un menor de edad al que hay que organizarle la vida, decirle qué hacer con ella, qué ropa colocarse, cuándo hablar y cuándo no; qué pensamientos tener; con cuáles niños jugar y con cuáles no; obligarle a hacer la tarea, etc. Y ahí es donde los libros de autoayuda no hacen más que rescatar a la persona del terror de decidir. No saben qué hacer con su vida y entonces aparece Paulo Coelho y Walter Riso a prescribir, como tutores, haz esto, haz lo otro; no pienses esto, piensa aquello; aleja a estas personas de tu vida, acerca a estas; nunca digas tal cosa sino esta; y así, toman el control de la vida de las personas y las relevan de ese penoso deber de tomar decisiones sobre sí mismas.
Esta realidad, es decir que las personas no quieran asumir el rol de ser sus propios tutores, los propios prescriptores de sus acciones, no es tan inocua como parece. Erich Fromm, en un maravilloso libro llamado El miedo a la libertad, explica cómo fenómenos como el nazismo y el fascismo fueron producto de esa necesidad de las personas de desencartarse de su libertad y del deber de tomar decisiones. Fromm explica desde una perspectiva psicosocial e histórica cómo el proceso de individualización y liberación, desde la Edad Media hasta la sociedad moderna, arrojó al individuo al mundo, al mar de las posibilidades, lo que, en principio, generó una zozobra, contradicción y desesperanza. Entonces la persona fue abrumada por su libertad, por la pequeñez de su individualidad versus el inconmensurable mundo. Allí fue donde nacieron los fenómenos modernos de las colectividades nacionalistas donde se disolvió al individuo, donde se le hizo parte de un todo que prescribía qué pensar para todos, qué se hacer para todos, hacia dónde debían ir todos, liberándolo de una vez de su individualidad y de su libertad.
Erich Fromm compara este proceso, al igual que Kant, con el de un niño pequeño o un adolecente que luego pasa a la adultez. Mientras era menor de edad, el orden de las cosas lo disponían otras personas, pero cuando alcanza la mayoría de edad es expulsado de ese orden hacia su propia vida, es decir, se le entrega la libertad de hacer con ella lo que quiera y esto, por supuesto, implica un mundo de posibilidades que asusta al adulto, porque lo asocia al desorden, y entonces quiere regresar de nuevo al antiguo estado de confort. Como no puede hacerlo porque ya no es un niño, entonces busca algo o alguien que le dé un espacio ordenado, por ejemplo, una comunidad o un grupo determinado, donde empiezan a suplantar su individualidad, haciendo que se uniforme como todos los demás del grupo; que use el argot que todos usan, que salude de cierta manera, que piense lo que la comunidad defiende y que, por último, siga las decisiones que el líder de la comunidad toma para ella.
Una comunidad de ciudadanos libres, racionales, deliberantes, dueños de su propia vida son la base de una auténtica democracia y estos fenómenos psicopatológicos modernos son una de sus grandes amenazas, porque son el germen de los totalitarismos, de las dictaduras, de los nacionalismos extremos. Lo que escribo, entonces, no es tan banal como parece, y así lo reconoce Gino Germani en el prefacio de El miedo a la libertad:
“…la estabilidad y la expansión ulterior de la democracia dependen de la capacidad de autogobierno por parte de los ciudadanos, es decir, de su aptitud para asumir decisiones racionales en aquellas esferas en las cuales, en tiempos pasados, dominaba la tradición, la costumbre, o el prestigio y la fuerza de una autoridad exterior. Ello significa que la democracia puede subsistir solamente si se logra un fortalecimiento y una expansión de la personalidad de los individuos, que los haga dueños de una voluntad y un pensamiento auténticamente propios .”
Esa búsqueda desesperada de orden se manifiesta al devorar libros que dan todo un catálogo de reglas para organizar la vida: en la mañana esto, en la tarde esto y en la noche esto; con tu pareja tal cosa, con tu trabajo tal otra; con tu familia haz aquello y con tus amistades esto otro; y así sacrificar el mundo de la libertad, que se asocia al caos, por un mundo conformista, artificial, ajeno, lo que se quiera, pero ante todo un mundo de “orden”.
Los libros de autoayuda lo que hacen es tratar a las personas como a unos niños a los que se les debe decir todo, pero lo que más fastidia de eso es ver cómo miles de personas corren a refugiarse en ellos, entregando lo más valioso que tienen: su libertad, para cambiarla por un cartilla que un mañoso le dicta a todo el mundo. Y entonces se forma un círculo vicioso: el endeble orden creado en el “proceso de superación personal” se enfrenta a una situación que no está contemplada en el manual, no queda entonces otra alternativa que decidir, y cómo decidir implica posibilidades, riesgo, desorden y el mundo se quiebra y de nuevo la necesidad de rehacer el orden y por consiguiente la necesidad de buscar las prescripciones de un Walter Riso.
La libertad es la posibilidad de ser uno mismo, sea lo que uno esperaba o no, pero ser el producto de las propias decisiones. El orden no es malo, no, que no se equivoque la idea, pues ser el dueño y señor de nuestras propias decisiones es poner nuestro propio orden a las cosas. Tampoco se trata de alejarse de las colectividades, de no recibir consejos o dejar de leer historias inspiradoras, se trata de tomar conciencia de todo y con ello decidir lo que se quiere, no lo que otros quieren y lo que otros decidan sobre uno.
Espero que estas últimas palabras no hagan de este texto precisamente lo que intenta combatir: un manual de autoayuda, pero sí sirve para que las personas dejen de leer tanta basura y cojan las riendas de su propia vida, pues bien vale la pena soportar esa acusación.