Un caso o varios, sin duda, hacen posible la reflexión. En la base de todas las posturas se encuentra que el nivel de homicidios en los llamados accidentes de tránsito, es de gran magnitud. En un país violento como el nuestro, agregar una causa a la estadística de muertes cruentas es, por lo menos, sobrecogedor. Ello potencializa los índices de inseguridad, por supuesto, de inseguridad ciudadana: salir de casa y no saber si se logra regresar y, en el puntal, por efecto de un ‘accidente’ de tránsito, eriza la conciencia.
Sin embargo, lo que debemos apuntar como un primer argumento es que, como a las cosas no se las llaman como se deben denominar, sino que siempre utilizamos un vergonzante ‘sinónimo’, como en los casos de ‘fuego amigo’ o de ‘falsos positivos’, en esta oportunidad, a los homicidios y lesiones ocurridos en el devenir del peatón o del pasajero se dio por bautizarlos ‘accidentes’. Nada más lejano a lo ocurrido en estos días, pero que ocurre cotidianamente y que catalogamos con la expresión de “accidente”.
Si bien un accidente, como lo describe el significado de ese significante, según el diccionario, consiste, entre otras acepciones: ‘(Del lat. accĭdens, -entis). 1.m. Cualidad o estado que aparece en algo, sin que sea parte de su esencia o naturaleza. 2. m. Suceso eventual que altera el orden regular de las cosas. 3. m. Suceso eventual o acción de que involuntariamente resulta daño para las personas o las cosas. (…) 4. m. Indisposición o enfermedad que sobreviene repentinamente y priva de sentido, de movimiento o de ambas cosas. (…) por ~. 1.loc. adv. Por casualidad. (…)’[1]; vean ustedes, ¿será que lo que ocurre en las calles, lo que acontece en el diario vivir, cuando alguien es arrollado por una persona en estado de embriaguez puede, de alguna manera, caber en uno de los significados que tenemos a la vista? No lo creo: ¿la embriaguez hace parte de la naturaleza de la acción de conducir vehículos? ¿La embriaguez es un suceso eventual, contingente a dicha actividad que es peligrosa de por sí, pero jamás prohibida? ¿Sería una indisposición o enfermedad repentina? O, ¿una casualidad? Ninguna. Entonces, ¿cuál la razón para designar tal evento nefasto como ‘accidente’?
Debemos recordar que, si una persona sabe, es consciente que el ingerir droga, estupefaciente o alcohol lo lleva a una demencia transitoria, el derecho penal, por tal circunstancia de conocimiento y voluntad, no lo considera demente —inimputable— y, por el contrario, se estudia, investiga y juzga como persona normal, es decir, imputable; figura a la que se denomina inimputabilidad preordenada o ‘actioliberae in causa’.
Igual sucede con el tema de los denominados accidentes de tránsito, cuando el conductor ha ingerido licor: en un comienzo se los trató como lesiones personales u homicidio culposo, pues se partía del supuesto según el cual, la persona fue imprudente o negligente o imperita sin que tuviese el deseo, la intención de matar a otro, requisito este necesario para configurar el dolo, situación mucho más drástica; no obstante lo cual, en la literatura jurídica, se estableció, que cuando ello sucede y la persona, en total conciencia de los daños que puede ocasionar, no solo por su condición sino en cuanto ya es un tema realmente socializado y, al parecer, masificado, que ello puede ocurrir y así, con todo, se lanza al volante, sin duda, acepta los resultados que puedan derivarse de su conducta que, deja de ser culposa para convertirse en dolosa, pues conoce y voluntariamente acepta el resultado dañino que puede producir, lo que se denomina dolo eventual.
De esta manera, la respuesta penal ocurre suficiente. No se requieren aumentos de penas, mecanismo que ha sido utilizado de manera caprichosa al punto que se lo denomina: ‘fetichismo’ penal. Toda conducta que no sea posible controlar, es convertida en delito o, si ya estaba descrita, se aumenta su pena. Como si se pudiera aplicar el aumento penal a las conductas que dieron origen al debate, cuando se sabe que la ley penal rige hacia el futuro. En suma, una respuesta tan caprichosa como desorientadora, tanto como aquellas con las que amenazan ahora: la suspensión o retiro del pase o el seudocomiso del vehículo. Posturas estas reactivas, que solo llevan a una discusión interminable sobre los derechos: ¿el pase? ¿Y será que sin pase las gentes dejan de conducir? ¿Y será que limitando el derecho de dominio del vehículo, la comunidad se satisface cuando al final del proceso, el que va a ser responsable por el deterioro del automotor es el mismo Estado, en últimas, los contribuyentes?
¿Cuál la razón para no generar una verdadera política de Estado frente al fenómeno? En realidad, en esta materia, no existe. Una política pública, una ‘Política Criminal’, según es sabido consiste en ‘(…) el conjunto de respuestas que un Estado estima necesario adoptar para hacerle frente a conductas consideradas reprochables o causantes de perjuicio social con el fin de garantizar la protección de los intereses esenciales del Estado y de los derechos de los residentes en el territorio bajo su jurisdicción[2]. Dicho conjunto de respuestas puede ser de la más variada índole (…)’[3] y, aunque se han presentado sinnúmero de iniciativas, ninguna articulada, ninguna de largo aliento.
No existe una política. Al contrario, para resaltar paradojas, la Constitución Política, al establecer el destino de ciertos impuestos creó la figura del ‘arbitrio rentístico’, con destinación específica: ‘Ningún monopolio podrá establecerse sino como arbitrio rentístico, con una finalidad de interés público o social y en virtud de la ley. (…) La organización, administración, control y explotación de los monopolios rentísticos estarán sometidos a un régimen propio, fijado por la ley de iniciativa gubernamental.(…) Las rentas obtenidas en el ejercicio del monopolio de licores, estarán destinadas preferentemente a los servicios de salud y educación. (…)’ La evasión fiscal en materia de rentas provenientes de monopolios rentísticos será sancionada penalmente en los términos que establezca la ley. (…)’(resaltos fuera d texto) [4]; y, de esta manera, no solo se requiere del consumo de licor para financiar la educación, sino que al paso, el evadirlo genera la consumación de un delito. Un Estado cantinero.
Cuál la razón, impensable hoy, a más de las campañas preventivas, como la del conductor elegido, la de la hora zanahoria, el poder llamar a una empresa que provea de conductor o que lleve a destino salvo al embriagado y evitar el uso del vehículo en dicho estado, para no reflexionar sobre el compromiso y sanción administrativa que les debe caber, entre otros, a los expendedores y, de los administradores de parqueaderos, en cuyo poder se encuentra el automotor etc.
Y más al fondo, los fenómenos de la drogadicción, del alcohol y, de todo lo que produzca dependencia física o psíquica, que tanta literatura ha resistido, llaman a la presentación de programas preventivos, disuasivos y correctivos. Son un marco de actividad y de determinación del Estado. Miren ustedes, esos fenómenos lejos de ser una consecuencia, son un medio. Así como se puede matar accionando un revólver, es posible hacerlo mediante el consumo de tales sustancias. Al canto, también, los casos de violencia intrafamiliar y, en otros contextos de la vida ordinaria.
Así, la propuesta sería establecer una postura de Estado, un programa, una política criminal. Una política pública. Lejos pues la expresión ‘accidente de tránsito’ que ha conducido a un debate accidentado. Sí, el debate quedó, no en buscar la solución al fenómeno, sino en achacar señalamientos al fiscal o al juez del caso, cuando no a presentar efectistas posibilidades que, a la postre, nada remedian.
[1] Real Academia Española © Todos los derechos reservados. ttp://lema.rae.es/drae/?val=accidente.
[2] Corte Constitucional, sentencias C-646 de 2001, y C-873 de 2003.