Por culpa de mi maldita impuntualidad, llegué tarde a la cita que tenía con un amigo chileno, Pedro, quien me invitó a compartir con la comunidad del país austral el juego final de la Copa América Chile 2015 que iba a enfrentar al país anfitrión y a la Argentina. Nuestro encuentro se dio en la capital argentina, la hermosa ciudad de Buenos Aires, donde el frío era intenso a eso de las 5 de la tarde, cuando iba a empezar a rodar la pelota en el Estadio Nacional de Santiago. El invierno en el sur del continente americano por estos días nos hace sufrir, pero hoy no importaban los pocos grados que registraba el termómetro. Hoy lo único importante, para chilenos y argentinos, era ganar el certamen continental que tiene casi un siglo de historia. Nada más tenían en mente ellos. Nada más.
Un barcito pequeño ubicado a escasos metros del puerto que enorgullece a los bonaerenses, en pleno microcentro, estaba vestido de gala y un solo color era el que imperaba en la indumentaria de los asistentes al evento: el rojo. Ese rojo que es símbolo supremo del balompié chileno y que colmaba las tribunas del estadio en el que se iba a decidir la suerte del trofeo con el que, hasta hace poco tiempo, también soñábamos los colombianos. El rostro de aproximadamente 150 chilenos estaba más radiante que nunca. La tensión estaba por las nubes y el pisco (bebida tradicional chilena) aparecía servido en todos los vasos del bar, acompañado con Coca Cola o Sprite. Desde el más pequeño hasta el más grande, con excepción de dos hermosas mujeres colombianas y este servidor, eran oriundos del país que es conocido mundialmente por el cobre que producen sus minas. Decenas de chilenos radicados en la ciudad de la furia estaban allí congregados y listos para ver el juego crucial. Y es que, realmente, ellos no podían ir por ahí a otro bar o café porteño a ver el partido que enfrentaba a los equipos del “Tata” Martino y Jorge Sampaoli. No, no, no. El partido del sábado no era solamente una cuestión concerniente a la pelota. Conozco pocos casos de países que tengan tal grado de enemistad por cuestiones políticas e históricas como el caso de Argentina y Chile. Los argentinos todavía piensan que los chilenos son unos traidores por lo que ocurrió hace décadas, cuando la guerra de las Malvinas era el titular que colmaba las primeras páginas de los diarios argentinos. Es necesario recordar que en esa época Chile decidió apoyar a Inglaterra y no a sus vecinos, en medio de la estúpida guerra convocada por la perversa dictadura argentina. Por eso, para millones de argentinos, los chilenos no son bienvenidos acá.
Tan pronto el árbitro de mi paisano, Wilmar Roldán, marcó el comienzo del partido los nervios se apoderaron del lugar. Cada tanto salía de la boca de los espectadores un “Yo, soy chileno, es un sentimiento no puedo parar” que, realmente, contagiaba. Los tres colombianos que estábamos allí, al finalizar la jornada, parecíamos unos chilenos más. Pero no me pienso adelantar a los hechos, vamos a continuar con el relato paso a paso. Aliento, reclamos, silbidos y saludos a la madre de Roldán fueron las acciones que acompañaron los próximos 90 minutos, con excepción de dos silencios sepulcrales: el primero cuando Alexis Sánchez casi la manda a guardar con una volea endemoniada, y el segundo cuando Higüain casi liquida el partido en el tiempo de descuento de la segunda parte.
El tiempo extra, que se jugó con los dientes apretados como toda la final, no nos dio mucho futbol para comentar, a excepción de la pifia de Mascherano que dejó a Alexis pie a mano con Romero y que el delantero del Arsenal ingles terminó tirando a las nubes de Santiago. No había mucho más que hacer. Era necesario definir por penales y los chilenos que estaban a mi alrededor lo sufrían aún más de lo que lo padecimos los colombianos hace apenas unos días, cuando el equipo de Martino nos eliminó de la competición a través de los cobros libres. No se sirvió más pisco, hubo gritos tenues de aliento y muchas peticiones de ayuda a un ser que no existe, un tal Dios.
El primero en cobrar fue Matías Fernández. El gol del volante chileno generó la primera explosión de júbilo en el Ultra Bar, aunque la alegría duró poco, pues Messi empató la serie segundos después con un certero remate de pierna izquierda. El polémico Vidal clavó su remate abajo y le dio la ventaja al cuadro rojo. Gonzalo Higüain erró su penal e hizo que un muchacho chileno que estaba al lado mío me bañara en cerveza. ¡Vamos Chile! Fue, prácticamente, un grito de guerra que retumbaba en las paredes del acogedor bar ubicado a pocos pasos de mítica Avenida Corrientes. Aránguiz hizo el tercero para los dirigidos por Sampaoli y una enorme sonrisa parecía estar tatuada en las caras de los chilenos. Banega, el volante argentino que jugó en Newell´s de Rosario hace algunos años, lanzó el siguiente cobro para el equipo argentino que terminó en las manos del genial Claudio Bravo. El “Chi, chi, le, le…Vamos Chile” para ese momento ya podía causar lesiones en cualquier tímpano que estuviera cerca a las gargantas de unos chilenos furiosos que no dejaban de mover sus manos de arriba a abajo, y besar los escudos que estaban en sus camisetas rojas. Y, de repente, llegó el momento esperado. Alexis Sánchez caminó desde la mitad de la cancha, tomó el balón con sus manos y lo acomodó en el punto penal. El tiempo, para ese momento, en el bar donde yo estaba hace unas horas, parecía haberse detenido. Probablemente pasaron solamente unos segundos para el resto del mundo, pero estoy seguro que para todos esos chilenos fueron siglos los que transcurrieron mientras la bola salió impulsada del pie del niño maravilla hasta que la esférica tocó la red. El descarado que tenía una camiseta roja con el número 7 en la espalda decidió picarla, en un gesto de picardía futbolística que tanta falta hace por estos días en este mundo colmado de defensores toscos y “picapiedras”. El bar explotó. Fue tan fuerte la celebración que, a los pocos minutos, yo tenía que estar poniendo hielo en el pómulo de una de mis acompañantes. El codo de un chileno notablemente emocionado chocó contra su cara, sin intensión, como producto de la locura que ocasionó en ellos el hecho de ganar su primera Copa América de la historia.
No sé si lo hayan sentido igual que yo en el 2001, cuando salimos campeones en Bogotá con un gol del prócer Iván Ramiro Córdoba, pero supongo que sí. Luego caminé ebrio de gozo por la calle San Martín, rodeado de chilenos que no paraban de festejar, hasta llegar al consulado del país trasandino donde se celebró a rabiar bajo la mirada atónita de algunos argentinos que caminaban a esa hora cerca de la Catedral Metropolitana de Buenos Aires. Los chilenos en Argentina y el mundo, seguramente, siguen celebrando a esta hora. La copa en esta oportunidad se quedó en Santiago y en mi memoria un recuerdo hermoso con los hermanos chilenos que han sufrido –siguen sufriendo- el rigor de la opresión por culpa de algunos miserables que llegan al poder, bien sea a través de las urnas o con las armas en la mano.
¡Salud, Chile!
@andresolarte
Facebook.com/olarteandres
[email protected]