Mientras era director técnico de la selección del Paraguay Gerardo Martino tuvo dos desencuentros con el árbitro que pitará mañana la final de la Copa América. El primero fue en La Paz, cuando en una discutida decisión le validó un gol a Bolivia que significó la derrota de su equipo. El segundo fue en Asunción en el partido en el que Paraguay empató a dos contra Brasil. El delantero Roque Santacruz se internaba en el área cuando un defensa brasilero lo empujó. El técnico argentino se levantó del banco furioso e insultó al árbitro colombiano. Roldán, sin pensarlo, lo envió a las gradas del Defensores del Chaco. “Es un mal árbitro” dijo Martino al final del encuentro, “Cuando lo veo me predispongo mal”.
A Wilmar Roldán, como los mejores jueces, no le importa lo que digan de él. Desde esa tarde en la que a los nueve años, mientras jugaba como defensa en un partido con sus compañeros de Quinto primaria y la profesora que oficiaba de árbitro le pitó un penalti injustamente, supo que quería ser juez de campo. Rabioso se le acercó a la maestra y le manoteó, ella le dijo que si sabía tanto pues que pitara él. Sin pensarlo tomó un pito de plástico, de esos que vienen en las barrigas de las piñatas, tomó una caja vacía de chicles Adams que le sirviera de tarjeta amarilla y para la roja una envoltura de Bom-Bom-Bum y en el lodazal de la cancha de la escuela rural en donde estudió en Remedios, el martirizado pueblo del nordeste antioqueño, Wilmar Roldán pitó su primer partido.
En esos primeros encuentros en los que impartió justicia, los chicos más grandes se le venían encima a revertirle, a punta de puños, la decisión tomada. Para protegerlo estaba su hermano Heber, seis años mayor que él, el tropelero más bravo de Remedios. Cuando no estaba en las canchas, Wilmar se refugiaba en la finca de sus padres, en donde vencía el miedo que le daban todos esos cuentos de paramilitares y guerrilleros que azotaban la región, toreando novillos y vacas.
Tres años después tomó un curso de árbitro y a los dieciséis, mientras soñaba con ingresar a la universidad a estudiar educación física, sueño inalcanzable teniendo en cuenta las penurias económicas que sufría su familia, lo llamaron del colegio de árbitros de Antioquia en donde le proponían que se fuera inmediatamente a Medellín a pitar en los torneos aficionados de la ciudad.
Se fue a vivir de arrimado a donde una tía en el barrio Buenos Aires y, entre malas caras y reproches, Roldán entendió que tenía que empezar a llevar algún sustento a la casa. Le pagaron dos mil pesos en su primer sueldo. El que sería el mejor árbitro de América en el 2013, recuerda con una sonrisa en el rostro que el dinero se lo dieron en monedas y como no tenía donde más echarlas que en el bolsillo de su pantaloneta, tenía que parar cada rato el partido para recoger las moneditas que en cada brinco que daba se caían al suelo.
En las polvorientas canchas del polvorín en el Barrio Robledo y en la Marte, Wilmar Roldán aprendió a soportar la presión del público, de los técnicos enfurecidos y de algún padre de familia que, desesperado ante la expulsión de su hijo, no dudaba en amenazar de muerte al pichón de juez. Su ídolo, a finales de los noventa, era Javier Castrilli. De pelo engominado y recia templanza, al árbitro argentino no le temblaba el pulso para pitar un penalti, contra el equipo local, en el último minuto en un estadio lleno.
Esa rectitud y sentido de la equidad lo llevaron a dirigir partidos en la segunda división. En el 2003, con 23 años, recibió la llamada que cambiaría su vida. Una persona de la comisión arbitral le decía al otro lado de la línea que iba a pitar un Millonarios-Once Caldas. Incrédulo, Roldán le pregunta si es un partido de reservas. “No- le responde el delegado- usted debuta en el fútbol profesional el domingo”. Todavía recuerda los nervios en el camerino del Estadio el Campín, las mariposas revoloteando el estómago, los canticos de la hinchada y la doble amarilla que le propinó a Arnulfo Valentierra, estrella del equipo de Manizales, por simular una falta. Desde entonces Roldán ha pitado más de 300 partidos en el campeonato local, copas del mundo sub 20, los Juegos Olímpicos de Londres, dos finales de Copa Libertadores, eliminarías a mundiales, un partido Brasil-Inglaterra en el Maracaná y mañana sábado se enfrenta a su reto máximo: la final de la Copa América.
Gerardo Martino no es el único que se ha quejado de sus decisiones. En la final del campeonato colombiano del 2008, Alberto Gamero se salió de la ropa cuando Roldán pitó el final del partido justo cuando un delantero de su equipo disparaba al arco del América y proclamaba el empate. En un partido Boca Juniors-Universidad de Chile, la prensa chilena lo acusó de dejarse manipular por el volante Juan Roman Riquelme. Para protegerse de esos desaciertos, Roldán tiene en su camerino un ejército de santos a los que les reza, deidades que estarán más que solicitadas este fin de semana al escuchar las súplicas del árbitro antioqueño justo cuando salte a la cancha del Estadio Nacional de Santiago en donde pitará el partido más importante de su vida.