En su Renault 4 blanco, Verónica iba camino hacia la universidad del Bosque a presentar ese examen de medicina que tanto había preparado. Ese día no se puso el cinturón de seguridad y optó por agarrar otra vía con más recovecos para llegar con tiempo a su parcial.
Eran las seis de la mañana cuando una camioneta Trooper se voló un pare e impactó con toda su fuerza el pequeño cucarrón en el que viajaba Vero. Ella no tuvo la oportunidad de frenar, no lo vio. El impacto fue tan poderoso que salió despedida por la puerta del copiloto y quedó tirada en el piso. Del hombre no se supo nada, solo que dentro del carro encontraron varias botellas vacías de licor. Misteriosamente el vehículo también lo desaparecieron unas horas más tarde del lugar del accidente, pues nadie tuvo tiempo de quedarse en el sitio de los hechos.
Recuerdo perfectamente el día en que todo ocurrió. Era un sábado muy soleado y me había ido con mi papá a pasar la tarde al Carmel Club Campestre. Yo tenía 9 años y lo usual era que mi viejo me dejara a la entrada del club en donde Neftalí, el señor encargado de las bicicletas, me entregaba la mía. Por horas y horas me la pasaba dando vueltas y vueltas en mi encantadora bici de niño, porque me la había regalado un amigo de mi papá que le había comprado una mejor a su hijo. Aunque poco femenina, para mí era la mejor bici del mundo.
Días antes mi hermana Verónica estaba estudiando para su terrible examen de medicina, el cual tendría que hacer el sábado a las siete de la mañana. Pero ese sábado a sus 18 años, ella se enfrentaría a la peor situación de su vida.
Yo seguía disfrutando de mi bicicleta pero de un momento a otro, vi un carro, que se acercaba a toda velocidad y frenaba ante mí. Era mi viejo, parecía un fantasma de lo pálido que estaba. Sin explicarme nada, tiró con todas las fuerzas mi bicicleta a un lado, justo en la entrada en donde horas antes Neftalí me la había dado. Me montó en el carro y con la misma velocidad con la que venía, emprendió el camino para ir por Valeria, mi hermana mayor y mi mamá llamada Raquel. Verónica se había accidentado...
Dudu una señora amiga de la familia que justo pasaba por urgencias aquel día, se encontró con la triste sorpresa de ver a Verónica tirada en una camilla. Le estaban rasgando la ropa ensangrentada. Empezaron cortándole los pantalones y luego la camisa que llevaba aquel día. Las mangas se las dieron a Dudu y ella las guardó de inmediato en una bolsa para entregárselas a mi familia.
Mi padre solo se daba golpes en la cabeza con las paredes de la fundación Santa Fe, además de retomar el vicio del cigarrillo que años atrás ya había abandonado. Mi madre se aferraba a un libro de rezos y no se despegaba de él. Finalmente cuidados intensivos se había convertido en nuestro nuevo hogar y nadie podía creer, que por culpa de un conductor ebrio, Verónica estuviera en coma.
Cuando pasan estos tipos de accidentes uno no comprende a la gente. En vez de ayudar y entender la situación, ellos se quedan inmóviles como espectadores que miran una función, que además no les causa gracia. Pero los ángeles existen y entre la multitud, un piloto de Avianca bajó de su carro y se ayudó de unas tablas que había en una construcción, para montarla en ellas y llevarla al hospital más cercano.
“Su hija está en coma y probablemente si despierta quedará como un vegetal, o de pronto sorda, ciega o muda” le dijo un doctor a mis padres sin piedad. Después de esta noticia desgarradora ¿qué más se podía esperar? un milagro quizás que cambiara esta terrible situación.
La clínica ya se había convertido en nuestro hogar, aunque durante ese tiempo yo no tuve padres; no tuve familia… y a los 9 años no comprendía del todo que era lo que estaba pasando, aunque sabía que mi hermana estaba en una situación muy delicada de salud y que lo más probable era que nunca más despertara; pero igual, una niña tan chiquita que iba a entender sobre el eterno miedo a la muerte.
Ese tiempo fue difícil; diferentes familias amigas me adoptaron y me la pasaba de casa en casa; mis padres obviamente tenían la cabeza en otra situación. En el colegio todas las mañanas se rezaba por Verónica, la gente era muy atenta conmigo y los papás de mis compañeros además de cuidarme me daban detalles, de hecho me acuerdo que una familia decidió llevarme a la feria del libro en ese tiempo y me compraron con la mejor intención del mundo el libro más caro, el de la Sirenita, que en ese entonces costaba $10.000; como si esto reemplazara todo lo que me habían quitado en ese momento. Mi familia estaba emocionalmente destruida…
Pese a que estaba prohibido decorar las habitaciones en cuidados intensivos, mi mamá hizo caso omiso y decidió poner todas, absolutamente todas las tarjetas con hermosos mensajes de diferentes colores, letras y formas que compañeros, amigos, vecinos, familiares, empleados y hasta desconocidos le hacían a Verónica. Haciendo de la pared de su cuarto un muro, pero esta vez, no de lamentos sino de buenos deseos para que ella volviera a la vida.
Le ponían música, la gente le hablaba y aunque estaba en un sueño profundo, todos iban a verla. Y dicen que cuando las personas van a visitar a un enfermo, ellos le quitan un poquito de su enfermedad con su presencia.
El 29 de abril justo el día del cumpleaños de mi papá, él se acercó. Muy calmado y muy sereno le pidió con todas las fuerzas de su corazón, después de 3 meses de estar en coma que se despertara o que se fuera del todo. Y como si se hubieran escuchado todas las plegarias del cielo, ese día, Verónica volvió a la vida. Aunque no recordaba quien era, ni en donde estaba y no reconociera a nadie. Veronica había perdido la memoria, veía doble y todavía tenía coágulos de sangre que ponían en peligro su vida.
“Vivi acuérdate que tu hermana está inflamada porque sufrió un accidente muy fuerte y por eso está morada también. Tiene una clavícula rota, varias heridas en su cuerpo y un parche en el ojo porque está viendo todo como un borrachito. No te asustes si no te reconoce, sino habla o si dice algo diferente. No te asustes Vivi, no te asustes” decían mis papás…
A las señoras más feas Verónica les decía que eran princesas, no sabía de dónde venía la leche y mucho menos contar hasta 10. Tenía que empezar de cero, aprender a hablar a escribir y a recordar. Yo le hacía ejercicios tratando de enseñarle los animales y los números en un cuaderno cuadriculado que me habían regalado en el colegio. Eso sí, me esforzaba al máximo para que la letra y los dibujos quedaran perfectos, aunque al principio me daba un poco de miedo acercarme, porque su aspecto era monstruoso e irreconocible.
Después de dos años de terapias de lenguaje, auditivas, de parches en los ojos, de estímulos y de cuanta cosa rara hubiera como pirámides de barro, rezos indígenas, bioenergéticos, psicólogos y otros locos por ahí. Verónica volvió a nacer y se recuperó completamente.
Ella continúo sus estudios convirtiéndose en una médica ejemplar que dejó atrás la muerte, superando todos los problemas y secuelas que este accidente le dejó. El día de su matrimonio parecía una princesa, de esas que salen de los cuentos mágicos en donde las historias siempre terminan bien y así fue.
Era muy emocionante verla allí, perfectamente arreglada y maquillada. Ese día tenía un vestido blanco muy hermoso, con unas mangas de un velo transparente lleno de brillantitos bordados cuidadosamente; que con el baile de la noche, se le fueron abriendo. Y fue la misma
Dudu la que por casualidad estaba junto a ella en la pista de baile y al darse cuenta de que su traje se estaba rompiendo, le ayudó a arrancar cada una de las mangas de su vestido de novia que le incomodaban tanto. Con lagrimas en los ojos comprendieron que la historia se estaba repitiendo, ella con mucho cuidado se las entregó a mis padres, pero esta vez en un momento de total alegría y emoción.