La culpa no es del fútbol

La culpa no es del fútbol

'La intolerancia no es un problema del deporte; es un problema para el deporte'

Por: Jonathan Rincón Prieto
junio 25, 2015
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La culpa no es del fútbol
Foto: tomada de internet

Que el fútbol es un sofisma de distracción lo sé. Que exacerba los ánimos y despierta las pasiones más bajas también lo sé. Que no logramos asimilar una victoria y mucho menos una derrota, también lo sé. Que es un negocio lucrativo para unos pocos, créanme, lo sé. Sin embargo, no por ello criticaré el fútbol para posar de intelectual, filósofo, lumbrera, pues me ha dado alegrías, me ha reconfortado en momentos difíciles y me ha distraído cuando lo que quiero es precisamente eso: distraerme.

Mi primer recuerdo de este deporte es el de mi papá saltando de la alegría por un gol de Freddy Rincón contra Alemania. No comprendí bien de qué se trataba, pero me fascinaba ver la euforia de mi padre. El segundo recuerdo es el de mi papá llegando fatigado de sus labores para jugarlo conmigo. Desde entonces empecé a asociar el fútbol con alegría, con convivencia pacífica, con diversión. Podría decir con Albert Camus: “todo cuanto sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”. Luego empecé a notar ciertas mezquindades en mí mismo y en los otros, para nada relacionadas con el deporte: egoísmo, intolerancia, violencia, poco altruismo, cero empatía con los demás.

Tales actitudes fueron convenientemente reprimidas en los centros educativos y en casa (aunque sin mucho éxito). Empecé entonces a notar otra cosa; las personas somos intolerantes y egoístas por naturaleza; solo las instituciones (la familia, la escuela, la ley) nos forman para poder pertenecer a una sociedad que de otro modo caería en los graves males de la anarquía (debo reconocer que a la misma conclusión llegó, mucho más elocuentemente y mucho más antes, Thomas Hobbes, y expuso tal idea en el Leviatán). Tales defectos, no por desagradables menos humanos, pueden salir a flote en cualquier situación: en un debate político, frente a unas elecciones, en una fiesta de bautismo, en un partido de fútbol. Desde ese punto de vista es que me pregunto: si cada vez que hay elecciones se debe decretar ley seca para que no nos embriaguemos y posteriormente nos matemos, ¿es nuestro santo deber despotricar en contra de la democracia?

El problema no es de las prácticas humanas, sino de nuestra forma de asumirlas. La intolerancia no es un problema del fútbol; es un problema para el fútbol. La poca alteridad no es fruto del fútbol, sino de nuestra propia mezquindad. Confieso que me preocupo cada vez que Colombia gana, pues no puedo salir de mi casa sin quedar cubierto de harina o de agua, pero no juzgo al fútbol; si la culpa fuera de éste, tales situaciones se verían en todos los países donde se practica, pero no es así. De igual manera, no he visto un alemán subiendo a las redes memes de Hitler amenazando a los jueces o a los jugadores de los otros seleccionados cuando Alemania pierde; eso solo se ve en nuestro macondiano escenario, donde parece ser motivo de orgullo ver en las redes imágenes del fallecido capo Escobar amenazando al contendor, nada más alejado del verdadero objetivo del deporte rey. Por tanto, hay que dejar de volver la mirada al fútbol para señalarlo como el culpable de nuestros desmanes, y volver la mirada a las células civilizadoras: el hogar y la escuela. Es allí donde se cimentan los valores y la convivencia que permitirán a las personas disfrutar de lo disfrutable sin atentar contra la integridad propia ni la de los demás. El que la persona pueda disfrutar del fútbol sin desmanes corresponde más a consideraciones éticas que deportivas. Infortunadamente, continuamos privilegiando un sistema educativo que fomenta la competencia sobre la convivencia, el encumbramiento individualista sobre la solidaridad. Nuestro sistema educativo –por competencias- invita a la persona, aunque parezca tautológico, a eso: competir. A ensalzarse por encima de los demás, dejando de lado virtudes como la tolerancia y la sana convivencia. Nuestras cátedras de ética se reducen a una primitiva escala de valores, sin permitir una reflexión acerca de las necesidades y posibilidades de la cotidianidad. ¿Por qué mejor no reflexionar acerca de la falacia manifestada en que un colombiano mate a otro colombiano por el simple hecho de que Colombia pierda, o peor aún, por el hecho de que Colombia gane?

Lo irreverente del asunto es que quienes más juzgan a los amantes del fútbol por su supuesto poco interés en los problemas reales del país no son quienes más se destaquen por sus acciones en pro de la sociedad que dicen defender. Fútbol no es sinónimo de ignorancia o indiferencia. JB Priestley, reconocido ensayista, afirma: “decir que el fútbol es ver 22 mercenarios detrás de un balón es como decir que Hamlet es papel y tinta”. Si la cita no convence, remitámonos a Neruda, quien lo practicaba “aunque era malísimo” como revela un viejo amigo suyo. O al reconocido teólogo de la liberación Jon Sobrino, defensor de los humildes y fiel seguidor del Athletic de Bilbao. O a Eduardo Galeano diciendo “En su vida, un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no puede cambiar de equipo”. Todos ellos eran intelectuales, comprometidos con causas sociales y amantes del fútbol; amalgama que para algunos es imposible hoy en día. Prediquemos la tolerancia y el joga bonito fuera de las canchas, mientras disfrutamos y dejamos disfrutar del joga bonito dentro de ellas.

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