Cada vez que es mencionada, la palabra “transgénico” provoca una profunda aversión en ciertas personas. En distintos círculos (supuestamente) académicos, el debate sobre esta revolucionaria tecnología se encuentra prácticamente sellado en una máxima rotundamente ahistórica y anticientífica: los transgénicos son malos porque sí, y punto. Ahistórica, porque ignora diez mil años de modificación genética de alimentos y, anticientífica, porque prescinde de las oportunidades (comprobadas empíricamente) que nos ofrece esta tecnología para optimizar la producción agrícola sin dañar (y hasta mejorando) el medio ambiente, erradicar el hambre y sacar de la pobreza a millones de individuos.
Antes de abordar mis argumentos, es preciso preguntarse, ¿por qué tanta animosidad hacia los cultivos transgénicos? Aquí lanzo mi cábala: es una mera cuestión de ignorancia colectiva, azuzada por la descomunal falacia que nos han vendido los medios “alternativos” y “contracorriente” de que los únicos productores de transgénicos en el mundo son las grandes y acres multinacionales como Monsanto. De esta manera, como Monsanto es malo (y sí que lo ha sido), los transgénicos son necesariamente malos. Como transgénicos es sinónimo de Monsanto y nada más, el rechazo es inevitable. Falaces documentales extranjeros y nacionales, como el deshonesto y amarillista (http://de-avanzada.blogspot.com/2015/03/India-Catalina.html) 970, se han encargado de confundir y mentir a la población.
¿Se pregunta la gente qué es un transgénico? ¿Solo los produce Monsanto? ¿Cuáles son sus beneficios? ¿No será que existe una diferencia diametral entre los transgénicos y las prácticas malsanas de una empresa como Monsanto? Al parecer, es la inmensa oposición a la modificación genética la que ha beneficiado a estas grandes multinacionales, las cuales aprovechan la escasa oferta de transgénicos adoptando prácticas monopólicas, frenando así el surgimiento de iniciativas privadas y públicas que entren a competir y disminuyan las asimetrías del mercado. Sin embargo, a pesar de esta oposición, cada día son más las propuestas de modificación genética y de patentes liberadas formuladas por la comunidad científica en el mundo. Mi intención es demostrar que existe un universo de posibilidades totalmente distinto por fuera de esta burbuja de mentiras y engañifas.
Dejémonos de remilgos. Oponerse a los cultivos transgénicos es oponerse al desarrollo de la civilización humana en materia alimentaria. Es ignorar que todo, repito, todo lo que consumimos a diario ha sido sometido, a lo largo del decurso de la historia, a numerosas modificaciones genéticas. Y cito aquí al brillante y contundente científico Neil deGrasse: “Lo que la mayoría de las personas no saben, pero deberían saber, es que prácticamente todos los alimentos que compran en una tienda son alimentos genéticamente modificados. No existen sandías silvestres, no existen rosas de tallo largo que crezcan en la naturaleza salvaje (aunque no las comamos). No existen vacas salvajes. Haz una lista con todas las frutas y vegetales que comemos y pregúntate si existe alguna contraparte silvestre a lo que comes. Si la hay, no es dulce o jugosa o deliciosa y seguramente está llena de semillas por dentro. Hemos modificado genéticamente todos los alimentos que hemos comido durando los últimos 10 milenios. Se llama mejoramiento artificial. Ahora podemos hacer eso en un laboratorio y ¿resulta que se van a quejar?, si eres de los que se queja, entonces regresa a comer manzanas silvestres”.
¿Sabe la gente de donde proviene, históricamente hablando, el maíz que consume? Su ancestro silvestre es una hierba incomestible llamada Teosinte, la cual fue sometida por los Mayas, durante 200 años, a numerosas modificaciones genéticas mediante métodos de hibridación, los cuales le permitieron adquirir las características que hoy posee. Es irónico y ridículo que hoy muchos se rehúsen a consumir sus variedades genéticamente modificadas en EE.UU. y otros países, aprobadas por la comunidad científica.
Sucede igual con miles de productos. Lo más insólito es que es en los países con mayores ingresos donde se ve una mayor renuencia a los cultivos transgénicos. Es clave el caso de la Unión Europea, donde solo se ha aprobado la producción de tres variedades transgénicas, gracias al inmenso lobby que se opone a esta tecnología. Claramente, se oponen con sus neveras llenas y con el suficiente ingreso para adquirir y promover cualquier tipo de productos orgánicos o “naturales”, los cuales son bastante caros gracias a la charlatanería e ineficiencia que existe detrás de su proceso productivo, haciéndolo inocuos para paliar el hambre y la pobreza. Son los países en vías de desarrollo los que no han caído en los mitos de la “pseudociencia” y están aprovechando la tecnología transgénica desde hace 25 años.
Existe un componente ideológico y político detrás de la oposición a los cultivos transgénicos. Nada de ciencia. Basta vislumbrar quiénes están en la oposición: políticos de todas las corrientes hambrientos de votos de incautos y activistas radicales de profesión. Lo más “científico” que han llegado a citar son el falaz estudio del Dr. Séralini con sus polémicas fotos de ratones con tumores luego de ser alimentados con maíz transgénico, el cual ha sido desmentido por la comunidad científica. De estos episodios y de diversas supersticiones, brotan los miles de mitos que pululan entre la opinión pública: que los transgénicos producen cáncer, alergias y enfermedades de todo tipo.
La ciencia ha desmentido todo esto de manera contundente. Existe un gran consenso en torno a la seguridad de los transgénicos. ¿Y cómo no lo van a ser? Los cultivos aprobados son los más regulados y sometidos a rigurosas pruebas. Por esta razón, se pueden considerar hasta más seguros que otros alimentos trabajados con métodos de modificación tradicionales, como el cruzamiento o la mutagénesis, donde se afectan miles de genes y reina la incertidumbre. Pero la ciencia ha ido más allá. Ha demostrado la gran cantidad de beneficios y las posibilidades que ofrece la transgénesis para mejorar la productividad de la agricultura, el medio ambiente y la calidad de vida de las personas.
Uno de los ejemplos más importantes al abordar este debate es el Arroz Dorado. La falta de betacaroteno, debido a la escaza alimentación, genera deficiencia de vitamina A en más de 124 millones de personas en África y Asia. Esta es la causa de más de 500,000 casos de ceguera irreversible (xeroftalmia) y de entre uno y dos millones de muertes al año. La patente liberada del arroz dorado (cargado con 155 gramos de betacaroteno, lo cual es suficiente para una dosis diaria de vitamina A) es la cura aprobada (premio a las patentes para la humanidad) para este problema. Sin embargo, la férrea e irracional oposición a este cultivo, constituida en lobby político y destrucción de campos experimentales, como en Filipinas, ha impedido que salga al mercado y sea distribuido en las poblaciones afectadas. Es más, el exdirector de Greenpeace, Stephen Tindale, ha estimado que esta dilación en la comercialización del arroz dorado ha costado 1,4 millones de vidas en la India desde 2002, un genocidio por cuenta de los activistas irracionales. La deficiencia de vitamina A en el mundo es tan aberrante que en Colombia científicos del CIAT se encuentran trabajando en una variedad de yuca con alto contenido de esta vitamina.
Existen numerosos casos similares en el mundo. Especialmente en los países subdesarrollados. El caso de la India es el más sobresaliente. Un magnífico artículo, pertinente insumo para este debate, menciona que la India, cuyo algodón sembrado es en un 95 % transgénico, “ha pasado de ser un país importador de algodón, a ser el segundo país del mundo en producción y exportación de algodón (25 %) gracias a las semillas transgénicas, con un incremento productivo del 70 % desde 2002, y un ahorro de 20,000 toneladas de plaguicidas, donde la producción ha crecido un 57 % respecto a la obtenida con semillas convencionales”. No es fortuito que los agricultores de algodón transgénico tengan cosechas 24 % más productivas e ingresos 50 % mayores a los de los agricultores tradicionales. Otros ejemplos cercanos son la China con sus variedades de Arroz resistente a insectos, maíz con fitasa, trigo modificado y soja de mayor calidad, Bangladesh con su berenjena resistente a insectos, las Filipinas donde más se experimenta con el arroz dorado, Indonesia con su caña de azúcar resistente a sequías, Hawái con su producción de papaya, transgénica en un 80 % y resistente al virus de la mancha anular (con la que pudo recuperar su industria que iba en barrena), Canadá con su manzana Arctic resistente a la oxidación, o Australia con su cebada resistente a la salinidad y su trigo resistente a la sequía.
Latinoamérica no se ha quedado atrás. Bolivia ha llegado a sembrar un millón de hectáreas de soya transgénica, reduciendo el uso de herbicidas, con unos rendimientos aumentados en un 30 % y ganancias de US$196 por hectárea. Otro es el caso de Panamá, que liberó cuatro millones de mosquitos machos modificados genéticamente durante seis meses en una población altamente afectada por el dengue. Luego del apareamiento, se logró reducir en un 93% la población nativa transmisora de la enfermedad. Al parecer, este mosquito modificado podría ser útil para combatir la fiebre amarilla y el chikungunya. Otros ejemplos son Brasil con sus fríjoles resistentes a virus, eucalipto y soya modificados, Ecuador con su banano resistente a virus, Costa Rica con su piña rica en antioxidantes, Chile con sus cítricos tolerantes a la salinidad o Cuba con su maíz modificado (con el cual podría dejar de importar maíz, en pos de una mayor soberanía alimentaria, al reducir costos de insumos y aumentar la productividad en un 30 %). Valga la pena aclarar que estos ejemplos son de instituciones independientes, universidades y empresas pequeñas, no grandes multinacionales.
Para terminar, considero pertinente remitirme a un estudio sobre los impactos socioeconómicos y ambientales de los transgénicos en el mundo en el periodo 1996-2013. Se calcula que, durante este periodo, aumentaron los ingresos de los agricultores transgénicos en US$133.5 billones, de los cuales, el 49 % han ido a los bolsillos de los productores de países en vías de desarrollo. De aquí se estima que por cada dólar invertido por los agricultores en países desarrollados, se han obtenido US$ 3.88 de ganancia y, en el caso de los países en vías de desarrollo, ganancias de US$4.22. Esto va aunado a una producción adicional de 441,7 millones de toneladas de algodón, maíz, canola y soya, lo cual ha ahorrado el cultivo de 141,1 millones de hectáreas, el equivalente al 32 % de la tierra cultivable en la UE. En materia ambiental, las reducciones de CO2 de 18,7 millones de kg equivalen a retirar 12.45 millones de vehículos de circulación. A esto se le agrega una reducción del 8,6 % en el uso de pesticidas y de 550 millones de kg en otros ingredientes.
En conclusión, es menester una mayor difusión acerca de los cultivos transgénicos para combatir la supina ignorancia que rodea el debate. Este se debe abordar desde una perspectiva asida al criterio científico, alejada de los prejuicios infundados y los sesgos ideológicos. Debemos abogar por una mayor injerencia de las instituciones independientes, las universidades y las pequeñas empresas en la investigación y desarrollo de productos transgénicos, así como en la información sobre sus beneficios y seguridad. Recordemos que el debate debe superar la visión maniquea del “a favor o en contra” (la cual lastimosamente es necesaria en este escrito) y centrarse en cómo los transgénicos podrían beneficiar a la sociedad. Solo así, podremos combatir los monopolios malsanos, aumentar la producción de alimentos, optimizar el uso de los suelos sin depredar los ecosistemas, reducir el impacto ambiental, mejorar la resistencia de los cultivos y desarrollar mejoras nutricionales imposibles de obtener con métodos tradicionales. De esta manera, la apuesta que están realizando un sinfín de países, especialmente en vías de desarrollo, investigando y liberando patentes de productos, nos brinda un panorama inmenso de posibilidades que pueden paliar, en el mediano y largo plazo, el cambio climático, el hambre y la pobreza en el mundo entero.
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