Una de las mayores muestras de intolerancia se manifiesta al repudiar las decisiones y elecciones de vida de otras personas. Mientras estas para nada perjudiquen la privacidad, la intimidad y las normas legales y de convivencia, cada ser humano cuenta con todo el derecho de optar por el modo de existencia que prefiera.
Por eso es tan execrable la discriminación contra mujeres, niños, pobres, viejos, extranjeros, población afro e indígena, personas en condición de discapacidad, habitantes de la calle y, sobre todo, contra quienes han asumido una condición sexual o de género, diferentes a esa idea entumecida durante milenios que lo cuadriculó todo entre macho y hembra, solo con un punto de vista biológico, genital. Una señal fehaciente de la intolerancia aparece al experimentarse aporofobia, racismo, sexismo, edadismo, homofobia, xenofobia, machismo o cualquier otra aversión contra un semejante o varios.
Vamos al asunto central. El filósofo Heráclito dijo: “Lo único constante es el cambio”, y es fácil evidenciar tal afirmación. Sin embargo, en asuntos esenciales y sociales, como el respeto y el acatamiento de los derechos humanos, los pueblos siguen estancados. El motivo: el inflexible control de la información masificada por parte de quienes han ejercido el poder y saben que abonar los prejuicios atrofia el pensamiento entre la gente. Aun así, desde el siglo XIX y de manera gradual, empezaron a exteriorizarse las inclinaciones sexuales y de género de infinidad de personas. El costo, no obstante, sigue siendo muy alto, ese que les han cobrado a muchos con la vida misma.
En este siglo XXI, algunas culturas apenas empiezan a permitir que se manifiesten esas opciones de vida, pero continúan la obstinación, el odio y la violencia de los opositores, muchos de ellos dizque practicantes de una religión y creyentes en un dios que pregona el servicio y el amor para todos los demás. Por eso, son tan meritorias y plausibles las acciones de quienes defienden su manera de pensar, expresarse y proceder, y más cuando esas decisiones van en contravía de un pensamiento milenario, petrificado y masificado. Quien es original se sale de la fila.
Por el contrario, el borrego solo llama “amable” al que piensa y actúa como él, aunque sospeche que entre ambos practican la hipocresía. Jamás entenderá que la conciencia de ser diferente es la razón para exigir el derecho a ser diferente. Este mismo se encuadra en el supremacismo, entre los que imaginan sectores sociales inferiores, desconociendo que solo las circunstancias sociales, educativas y culturales engendran por lo regular una autoestima baja y diferencias intelectuales: al nacer, la inteligencia es igual en todos. En la práctica, el supremacista tiende a la inferioridad.
Ante este panorama, un politólogo extranjero, después de varios meses en Colombia, se preguntaba por qué entre tantos se llaman “marica”. Teorizaba él que muchos desean reivindicar su condición y pretenden ratificarla; pero el colombiano promedio usa ese apelativo sin mayor conciencia, y en apariencia lo considera inofensivo; ni siquiera piensa en una inclinación sexual o de género. Quizás, continuaba el politólogo, desean gritarle al mundo que ellos son así; es una muestra de rebeldía, la oportunidad para descargar la represión milenaria que ejercieron sobre ellos muchísimas sociedades.
De todas formas, este extranjero se confundía al notar que muchos son esposos, padres de familia, piropean a las mujeres que les parecen atractivas y asumen una identidad claramente heterosexual, pero con toda parsimonia permiten ser llamados “marica”. En cambio, con otras inclinaciones sexuales y de género, no sucede igual. Dice no haber escuchado: “Transexual, buenos días”. Tampoco ha percibido nada semejante a “¿cómo está, lesbiana?”.
Además, como el uso de esta palabra es indistinto entre personas de género y sexo diferentes, el desconcierto aumentaba en él. Al principio y en situaciones muy parecidas, sospechaba que proliferaban los casos de hermafroditismo, porque escuchaba algo como “oiga, güevona. Acompáñeme”, pero ya se le aclaró que esta también es otra manera espontánea de expresión.
A este politólogo extranjero, de mente abierta, muy ajustado a la equidad y al respeto, también le llamaba la atención pasar cerca de un grupo de jóvenes y escuchar que todos se llamaran entre sí “marica”. Así, estuvo muy cerca de asegurar que en Colombia la cantidad de homosexuales era muy escandalosa; no creía que hubiesen salido de un clóset, sino de incontables estadios o de ciudades enteras. Esa es una lección muy efectiva para precisar que las palabras no deben tomarse siempre en su acepción literal; pero, al tiempo, entrañan un riesgo si otros cambian el significado de manera abrupta y uno mismo deja de lado el contexto.
De igual manera, ser llamado como cada uno prefiera es otro derecho. Sobre esto, Tom Stafford, profesor del Departamento de Psicología de la Universidad de Sheffield en el Reino Unido, dice que la repetición tiene el poder de hacer que las cosas suenen más ciertas, incluso cuando sabemos que no lo son. Además, recomienda que para protegernos de la ilusión debemos obligarnos a nosotros mismos a dejar de repetir falsedades, porque repitiéndolas se cultivan los prejuicios.
Asimismo, para identificar a los prejuiciosos, debe tenerse claro que la malicia es una maldad que inventan otros si no encuadra en su propia y equivocada manera de “pensar”.
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