No tiene sentido hacer la paz en un país donde la sociedad no comprende el significado y los alcances de la reconciliación ni la democracia.
Al parecer la paz a través del diálogo y la reconciliación carece de validez para muchos colombianos, pese a las consecuencias de la guerra, indeseables en cualquier sociedad moderna. Menos aún, en un terreno más espinoso e inexplorado: el de sus causas.
El propósito de este escrito no es ahondar en la discusión sobre quien es más responsable, si el Estado o la insurgencia. La cuestión a analizar es lo que va a cambiar en nuestra sociedad con motivo del proceso de paz. Quienes tenemos la certeza sobre la primacía de la responsabilidad del Estado sobre la violencia política, y el exterminio a las voces disidentes, -sin obviar desde ningún punto de vista la responsabilidad que también le cabe a la guerrilla- nos encontramos con una pared de hierro ante una sociedad aparentemente más proclive al odio y al olvido, que a la reconciliación y la revaloración de su propia historia.
Para problematizarlo de la forma más cruda. Si tuviéramos la capacidad para superar los escollos de las negociaciones, la fuerza política aún vigente en la ultraderecha, la incapacidad de liderazgo de Santos aunada a su pragmatismo mortal que genera más descredito y desconfianza, y la potencia guerrerista todavía presente en las fuerzas militares y los grupos paramilitares activos (y en aparente fortalecimiento), aún queda una gran preocupación por resolver: ¿Cómo hacer que el proceso de paz contribuya a un suelo más fecundo para la democracia en Colombia?
La respuesta de Uribe a ese interrogante es un triste y macabro lugar común conocido por todos. Su fórmula militarista contradice todos los cánones de la modernidad democrática, y en su modelo la seguridad viene primero, y la paz viene después. El Estado se pone botas militares, y su "democracia" nace cuando muere el antagonista. La mejor caricatura de éste modelo es el Coronel Plazas Vega agarrando a cañonazos el Palacio de Justicia en medio de desapariciones, torturas y quien sabe que más cosas, respondiendo a la pregunta: – “¿Que están haciendo?”, - "Aquí, defendiendo la democracia maestro".
Esa perspectiva está fuertemente arraigada en nuestro país. Se le escucha a la gente demandar "la presencia del Estado" cuando hace referencia al ejército o la policía.
La visión hobbesiana de un país que se siente más seguro con la muerte del otro, es tan brutal como paradójica. Gabo se nos fue, y hemos tardado demasiado en comprender la violencia de nuestra soledad, como tardó Aureliano Babilonia en comprender las palabras de Melquiades.
En esta realidad donde “el colombiano es un lobo para el colombiano”, la paz siempre surge del sometimiento del otro. Es inquietante que aquellos que explican el problema de la violencia como consecuencia de la ausencia de Estado, usualmente omitan la manera brutal como hemos venido construyendo el Estado en Colombia (y su legitimidad), alrededor de las balas, los candados, los cerrojos, el odio y lo punitivo. La mayoría de la gente en Colombia apela más a la venganza que a la educación cuando se conoce de un crimen lamentablemente cotidiano. Hemos asimilado que somos malos por naturaleza, y tenemos una disposición congénita para matarnos, engañarnos, o robarnos. Por ende no podemos cambiar, ni como individuos ni como sociedad, y la única solución posible es matar al antagónico, o encerrarlo para siempre.
Bajo ese orden, la “paz” aparece totalmente viable en el actual contexto político, pero imposible como proyecto ético, social y cultural. En ocasiones pareciera que Uribe pierde la partida en el terreno político, pero desde hace rato viene ganando el sentido común de la gente.
Por su parte a Santos no parece importarle ese problema, siempre y cuando la racionalidad instrumental mayoritaria en torno al dilema guerra-paz le dé la razón. En últimas comparte la promesa de Uribe. Para Santos la paz es la firma del acuerdo, su trofeo político. El límite de su pragmatismo brutal aparece despojado de una apuesta ética, y efectivamente no emerge en su juego una conexión que posibilite un estrecho vínculo entre paz-democracia más allá de lo pactado con la insurgencia en la Habana. La paz es desarmar de la manera más eficaz a la guerrilla. Lo que venga después es ganancia. Incluso si viene la muerte.
El actual presidente no ve problemas de fondo en nuestra democracia. Fue ésta democracia mediatizada y manipulable, la que le permitió a un hombre ausente de carisma como Santos, elegirse como presidente en 2010 bajo la figura de un antecesor napoleónico, y reelegirse en 2014 apareciendo como su contradictor con el apoyo de muchas de las mafias locales y regionales que antes resguardaron el gobierno de Uribe.
En éste contexto la paz como proyecto político parece quedarse sin oxígeno. Es decir, la posibilidad de que la paz en Colombia signifique algo más que el sensacionalismo cotidiano, el amarillismo de la prensa, las movilizaciones coyunturales, o las desconcertantes incertidumbres laborales del ejército y la policía.
El país necesita que la paz sea una apuesta ética y política que por lo menos signifique una fertilización de la democracia, de la participación social, el diálogo y la resignificación de nuestros conflictos sociales.
Es en últimas una idea de la paz como promesa de democracia y revaloración de lo político, la posibilidad de transformación de nuestra cultura política para revalorar la diferencia, construir nuevas reglas del juego democrático, y posibilitar la ruptura con la práctica naturalizada de homogeneidad entre violencia-política, y política-politiquería.
Al día de hoy es claro que los diálogos de paz no tienen el alcance de contrarrestar el modelo económico. Sin embargo se hace imprescindible construir una noción de paz como ruptura, tanto frente al Estado Policía como frente al Estado mafioso como representaciones de nuestra incapacidad para transformarnos como sociedad.
En mi opinión la idea generalizada de educación para la paz no puede limitarse a una apuesta del llamado “posconflicto”, bajo la idea insuficiente (y por ello engañosa) de educar a nuestros niños con mejor convivencia en la enseñanza de valores, como si la violencia fuera un hecho voluntarista e individual, de responsabilidad exclusiva de nuestros maestros, nuestras familias, o nuestras decisiones conscientes. La educación para la paz es una escuela, una pedagogía que hasta el momento hemos venido reprobando como sociedad. Esa escuela tiene su tablero en la Habana, pero es Colombia su aula de clase.
En nuestra capacidad o incapacidad para hacer de la paz un proyecto ético-político, de transformaciones democráticas alrededor de la reconciliación, el diálogo, y la resignificación de nuestra cultura política, estará el prefacio de las páginas venideras de la historia nacional, y la educación para la paz primordial.
Para darle dignidad a esas páginas es necesario que los movimientos sociales y aquellos movimientos políticos que buscan interpretarlos y representarlos, construyan hegemonía, mayorías, y disputen el sentido común de la gente. Para hacerlo no solo basta organizar a la sociedad colombiana. Hay que salir al terreno de lo político a significar la paz, y proponer un proyecto fecundo para ella, distinto a los cementerios de Uribe, y la mermelada de Santos.
Un proyecto posible, creíble, y audaz, que haga de la paz el renacer de la democracia, y con ella una promesa de transformación de la vida social en Colombia.
Sin disputa por la paz como proyecto ético-político vinculado a la democracia, no hay posibilidad de hacer de ella una apuesta social en Colombia que se encuentre vinculada a la ampliación del universo político y la transformación del sentido común. La mitad de esa pelea se da en la disputa con el viejo orden, con la vieja Colombia, representada en los uribes y los santos de hoy y de siempre. Pero la otra mitad, por la que hay que empezar, se da en los propios movimientos de izquierda, en la transformación de sus prácticas, lenguajes, conceptos, mitos, prejuicios, que en la mayoría de los casos les impiden ser proyectos de poder, y los encierran en lo testimonial, donde vale más la nostalgia que la perspectiva.
La paz debe ser un proyecto político de emergencia de la democracia y disputa por ella. Debería ser el proyecto ético-político de la izquierda colombiana sin importar toda su dimensión y complejidad. En esa comprensión están en buena medida los desenlaces del proceso de diálogos, y las aspiraciones de la izquierda colombiana en el futuro que viene. Allí está la forma privilegiada de dignificar la memoria y hacer de ella la semilla de un mañana distinto.