Hace muchas vidas empalaba turcos en los nublosos riscos de los Cárpatos. Se llamaba Vlad Tepes y era la última esperanza de la fe cristiana. En la cuarta cruzada que lideró se demoró más de lo normal. En su castillo en Transilvania, Elizabetha lo esperaba con un rosario entre sus manos. Los infieles mandaron dos espías para que atravesaran las estrechas líneas rumanas. Con una flecha enviaron un mensaje que cayó en las puertas del castillo anunciando la falsa muerte del empalador. Elizabetha, creyéndola y anticipando una insoportable soledad, se tiró a un abismo. Vlad llegó justo cuando los abates ponían el cadáver de su esposa sobre una lonja de mármol. Los sacerdotes fueron implacables: ella había cometido suicidio y no era digna de ser enterrada en suelo sagrado. Él, que había protegido con el poder de su brazo la cruz, escupió sobre el cáliz que le ofrecían y le declaró la guerra a Jesucristo y sus esbirros. Ante su rebeldía, Dios lo castigó con la inmortalidad.
Pasaron los siglos y fue Paganini, y fue Bram Stocker y en 1941 nos lo encontramos, con sus casi dos metros y una miopía aguda que le había generado vivir tanto, disparando sobre Stukas alemanes en el norte de África. No le dieron ninguna medalla, en casi mil años de desandar la tierra ya sabía de lo inútil que eran los reconocimientos. Como estaba cansado de ser él y ahora, cuando en la mitad del siglo XX a los actores les pagaban tan bien, decidió ser actor, empezando haciendo una pequeña aparición en el Hamlet de Laurence Olivier. Tuvo que esperar hasta 1957 para que, bajo el nombre de Cristopher Lee, hiciera su primer protagónico en ese embeleco de la modernidad al que llamaban cine. Era un consentido de la muerte, así que no podía actuar en otra cosa que no fuera el Terror. En la maldición de Frankestein conoció a su Van Helsing de mentiras, Peter Crushing, con el que haría cinco películas. La Hammer no sabía que ese Drácula que se escondía de la noche en ataúdes de cedro era el verdadero, el mismo que se vengó del desprecio de su iglesia bebiendo de un sorbo una copa llena de la sangre de Cristo.
Pero, cansado de ser el mismo, hubo un papel que siempre quiso interpretar, el del mago Gandalf, el personaje principal de una trilogía muy popular en la Inglaterra de la década del sesenta. En una tarde de otoño, cuando hablaba al lado del Tamesis con Tolkien, el autor le dijo que él sería el Gandalf perfecto. Cuarenta años después y con más de ochenta años transitados en su nueva vida, Cristopher Lee ya no tenía la fuerza con la que degollaba musulmanes en el medioevo, la maldición se había roto y ahora envejecía en paz, siendo uno de los actores más taquilleros de la historia del cine y se tuvo que conformar con ser Saruman, el mago que protegía la oscuridad perpetua de Moldor.
Siempre apegado a las tinieblas, Lee se rio de sí mismo al aceptar la propuesta de la banda de Heavy Metal Manowar para grabar, con su voz ronca, tres siniestros villancicos. Antes había intentado con la Ópera, un género musical al que aprendió a despreciar después de escucharlo durante dos siglos.
Ahora, cuando empezábamos a creer que viviría para siempre, ha sido atrapado por la muerte a sus 92 años. Los campesinos de Transilvania han tenido que escuchar el aullido desgarrador de los lobos que lloran inconsolables la partida de su amo.
