En el corazón de Cali, en el edificio Buenos Aires, una vela encendida frente a una imagen de la Virgen del Carmen reveló más que la devoción de un hombre; fue la clave que llevó a la captura de uno de los capos más buscados del narcotráfico colombiano. Era el 6 de agosto de 1995. Miguel Rodríguez Orejuela, vestido únicamente con pantaloncillos y al punto de esconderse en una caleta oculta, vio cómo el cerco que había logrado evadir durante años finalmente lo alcanzaba.
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El general Rosso José Serrano, comandante de la Policía Nacional en aquel entonces, recordó el operativo como el resultado de meses de inteligencia precisa. "La clave fue la paciencia y el detalle. Esa vela nos dio la señal de que estaba ahí", declaró Serrano con un halo de victoria en varias entrevistas.
Con movimientos coordinados, el Bloque de Búsqueda, el mismo que había dado de baja años atrás a Pablo Escobar en un techo de una casa humilde en Medellín, entró en el edificio en Cali, al que había llegado 14 días atrás a bordo de un taxi y escoltado por otros dos. Un informante que lo vio entrar al edificio fue el que dio aviso a la policía para reclamar la recompensa. Miguel Rodríguez, el patrón, no opuso resistencia. Levantó las manos en silencio, consciente de que había llegado el momento de perder.
La escena fue histórica. Para los agentes presentes, detener al cerebro detrás del Cartel de Cali era más que un logro operativo: era la caída de un imperio que había redefinido el narcotráfico con una estrategia más silenciosa y sofisticada que la de su contraparte violenta, el Cartel de Medellín. Miguel, conocido por su inteligencia fría y su capacidad para tejer redes de poder que cruzaban fronteras, fue esposado frente a un espejo. En ese reflejo, el hombre que había dominado un juego global vio cómo el mundo se reducía a una habitación llena de agentes y tensión.
La captura fue el final de una persecución que marcó un antes y un después en la lucha contra el narcotráfico. Miguel y su hermano Gilberto, quien murió preso en Estados Unidos hace dos años, habían construido un imperio que no solo traficaba cocaína, infiltraba bancos, financiaba campañas políticas y sostenía una red de corrupción que se extendía por toda América Latina. Mientras el Cartel de Medellín se hacía notar con bombas y asesinatos, el de Cali prosperaba en las sombras, moviendo hilos con precisión quirúrgica.
Sin embargo, esa madrugada en el edificio Buenos Aires, el juego terminó. La ciudad de Cali reaccionó con una mezcla de alivio, temor e incertidumbre. Los noticieros transmitieron las primeras imágenes del capo derrotado: un hombre de cabello cano, rostro impenetrable, caminando escoltado por uniformes armados. En los barrios populares, donde su figura oscilaba entre la de un benefactor y un villano, las conversaciones giraban en torno a lo que significaría su ausencia. ¿Era el fin del Cartel de Cali o el principio de una era aún más compleja?
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Desde entonces, Miguel Rodríguez Orejuela ha pasado sus días tras las rejas en la cárcel Loretto, en Pensilvania, Estados Unidos. Pero su historia no terminó con la captura. Con sus abogados en Estados Unidos, por su avanzada edad y su estados de salud le ha pedido a la Corte norteamericana una liberación compasiva, solicitud que no ha encontrado respuesta por parte de la justicia gringa. En una carta reciente al presidente Gustavo Petro, solicitó una rebaja de pena y su inclusión como gestor de paz. Al igual que Salvatore Mancuso, Miguel dice que puede contribuir a la verdad.
La propuesta generó una oleada de reacciones, dividiendo opiniones entre quienes ven una oportunidad para esclarecer las conexiones entre narcotráfico y política, y quienes rechazan cualquier beneficio para uno de los mayores responsables de la expansión del negocio de la cocaína.