Los acontecimientos de Siria han atraído la atención mundial y han suscitado reacciones triunfalistas por parte de Occidente, comenzando por las estadounidenses.
Efectivamente, la salida de Bashar al Assad es una vieja aspiración de Estados Unidos. Comenzó a concretarse desde 2011 cuando, dentro del contexto de las primaveras árabes (2010-2012), el levantamiento de grupos opositores sirios desencadenó una guerra civil, rodeada posteriormente del denominado proceso de Astana, capital de Azerbaiyán, mediante el cual todos los países vecinos, el gobierno sirio y distintos representantes de la oposición intentaron negociar ceses de fuegos, intercambios de detenidos y un futuro institucional para el país.
Como se puede ver por los resultados finales, el proceso de Astana fue infructuoso a pesar de la participación activa de Rusia, Turquía, Arabia Saudita y Estados Unidos, entre otros. Una razón importante es que mientras negociaba, cada país apoyaba a una u otra facción del conflicto. Los llamados opositores estaban divididos en un archipiélago de grupos de la más diversa orientación, incluyendo todas las variantes terroristas del fundamentalismo islámico, pero coincidían en buscar la remoción de Bashar al Asad.
En su momento, el conflicto en Siria fue llamado una pequeña guerra mundial en territorio sirio y arrojó hasta 2021 unos 300 mil muertos civiles y cinco millones y medio de refugiados, tres millones de ellos ubicados en Turquía, 850 mil en Alemania y el resto en los países vecinos como Líbano, Jordania, Irak y Egipto. Se calculan por lo menos siete millones de desplazados internos, de una población para 2024 de 24 millones. En el último mes del conflicto se desplazaron más de un millón de personas.
El resultado reciente fue la salida de Bashar al Asad de Siria y su asilo en Rusia y la llegada al gobierno del grupo Hayat Tahrir al-Sham bajo el liderazgo de Abu Mohamed al Jolani, que perteneció a Al Qaeda y varias organizaciones afines y protagonizó actividades terroristas con la finalidad de instaurar un régimen islámico en Siria. Estados Unidos ofreció 10 millones de dólares por información sobre él, al considerarlo un terrorista global, pero en los últimos años Al Jolani ejerció gran influencia en la provincia de Idlib, desde donde intentó acercarse a Occidente y proyectar una imagen más moderada, lo cual fue evidente en una entrevista reciente en la CNN, que lo pasó a calificarlo como un líder rebelde.
Es evidente que su llegada al gobierno contó con el apoyo de Estados Unidos, que logró el ansiado objetivo de remover a Bashar al Asad y que Al Jolani logró unir a las más heterogéneas facciones que llevaban años luchando.
La reacción de Israel fue rápida y contundente. Procedió a bombardear decenas de instalaciones militares sirias, a extender su control más allá de los Altos del Golán, de los cuales se había apropiado ilegalmente en 1973, y a penetrar profundamente en territorio sirio.
En vísperas del triunfo rebelde, sin resistencia por parte del ejército oficial del país, que se encontraba cansado, desmoralizado y seguramente traicionado por una buena parte de sus generales, los países vecinos, incluyendo Rusia, Turquía e Irán sostuvieron reuniones de las cuales seguramente Asad concluyó que no estaba en ánimo ni condiciones de sostenerse en el poder, ni de contar con el apoyo ruso, enfrascado en la guerra en Ucrania, ni de Irán, amenazado por Trump, en un duro conflicto con Israel y con un debilitamiento de las milicias de Hezbolá.
Rusia e Irán declararon que si no existía en el gobierno sirio voluntad de lucha, no tenían nada que hacer allí. El esfuerzo ruso se concentró en asegurar la continuidad de sus bases militares en Tartús y Latakia.
Turquía alentó el conflicto con el argumento de regresar a Siria a los millones de refugiados, pero también pensando en sofocar a los kurdos, que habían conseguido en Siria una relativa autonomía que podía contagiar a los kurdos turcos. Siendo en el mundo el pueblo más numeroso que no tiene un Estado propio, Erdogán siempre los combatió. Ahora Turquía aseguró la normalización de relaciones con el nuevo gobierno.
Más allá de su lucha contra la “tiranía de Asad”, el propósito de Estados Unidos es balcanizar a Siria y destruirla como país viable
Estados Unidos e Israel lograron una victoria importante al eliminar el gobierno de Bashar al Asad, acérrimo enemigo de Israel, aliado de Rusia y puente entre Irán y la resistencia de Hezbolá, pero se encuentran en un terreno incierto pues apoyaron fuerzas islámicas radicales. La desconfianza en los nuevos gobernantes es visible en el hecho de que ambos procedieron a bombardear vastas regiones, mostrando que más allá de su lucha contra la “tiranía de Asad”, su propósito es balcanizar a Siria y destruirla como país viable. Ya lo había denunciado en 2003 el general Wesley Clark, quien fue comandante de la OTAN, cuando señaló que Estados Unidos quería atacar siete Estados: Irak, Siria, Líbano, Libia, Irán, Somalia y Sudán. Kissinger señaló en 2013 “el resultado que le gustaría ver” en Siria es el de un país desintegrado y balcanizado, con “más o menos regiones autónomas”.
Siria ocupa un lugar clave en la proyectada nueva Ruta de la Seda de China y Trump siempre ha tenido como objetivo prioritario el ataque a Irán, que queda aislado de su aliado sirio.
La balcanización ha sido una estrategia estadounidense. Lo logró en la antigua Yugoslavia y en la Unión Soviética y lo sigue intentando infructuosamente en Rusia.
El llamado Eje de la Resistencia quedó debilitado y el acercamiento de Turquía y las monarquías del Golfo a los BRICS estará en veremos. Es previsible que la inestabilidad regional y los enfrentamientos continúen, que el remedio sea peor que la enfermedad y que al abrir la Caja de Pandora, Occidente podría recibir sorpresas.