Contaban los griegos en una de sus tragedias que un titán llamado Prometeo se atrevió a robarle el fuego a los dioses para entregárselo a los hombres. Tal atrevimiento fue castigado severamente. El fuego era un tesoro místico, reservado, exclusivo. Con el tiempo el fuego cambió, los dioses mutaron en otros personajes y Prometeo se hizo grafitero.
Desconcertante me resulta que ideas tan naturales como la justicia y la expresión, se hayan reservado para pocos. Basta analizar el oficio de la mayoría de los abogados, legisladores y jueces, que en aras de mantener su misticidad han pretendido desterrar la idea natural de justicia que yace en todos los hombres, ocultándola, revolviéndola, encriptándola. Desterrando de paso, nuestra capacidad para entender, concebir y construir lo justo, reservándolo a audiencias, cátedras y decisiones. Abrazando egoístamente un poder de todos, nuestro fuego. Hablar de justicia, no es hablar de leyes, jueces o litigantes, es hablar sobre nosotros mismos.
Exactamente sucedió en el mundo del arte y la expresión, en el cual sus dioses, construyeron verdaderas barreras para que cualquiera se acercara. Se establecieron sólidas y cerradas estructuras y “oficios” de conocimiento y aproximación: el ungido, versión curador, galerista, académico. El museo y la galería, servirían como espacios de confinamiento y validación de la expresión humana (como un juzgado cualquiera). Sólo lo que cuelga o yace en las paredes sería arte, y el artista, un afortunado que debía agradecer, ese permiso divino, de ser considerado como tal. Una ceremonia de graduación para unos pocos.
Todo cambió cuando Prometeo se hizo grafitero. Primero en parques, luego en trenes, muros, y caños, cientos de versiones juveniles del titán, empezaron a reclamar la expresión como un hecho natural, y a través de nombres y apodos modificados y tergiversados, prendieron fuego a las ciudades con colores y formas. Con una sincronía perversa, de varias de las deidades (los depositarios del poder), se empezó a considerar crimen y ultraje. A pesar de esto, el incendió nunca cesó.
Y no cesará. Muchos han advertido la necesidad de regular el grafiti —me incluyo—, de permitirlo o prohibirlo, de fijarle límites. Actitud superflua ante una realidad irrebatible: es mejor, más apropiado y más sano, para un ser humano, una colectividad o la sociedad entera, expresarse que guardar silencio, pero sobretodo, la expresión humana es imparable.
Hoy en día se multiplican las noticias de grandes exposiciones de grafiti en famosos museos y galerías, día a día se desploman los precios récord de obras de reconocidos “artistas urbanos”, que cuentan con la venia y bendición de los dioses, que de nuevo maquinan un nuevo encerramiento y definen, con la desfachatez de cualquier binomio, “esto vale” y “esto no vale”. De nuevo aceitan sistemas de validación. Poder puro, hegemonía.
Grave sería que en aras de seguir el juego (el encierro del fuego) se pierda de vista que el grafiti necesita la calle y cierto teatro de clandestinidad. Todo intento de cercenarle sus dones naturales, no sólo es injustificado sino inútil. Seguirán apareciendo, firmas, bombas y piezas por todas las ciudades que se jacten de propender por la defensa a los derechos individuales y la confianza en el ser humano.
Hace poco me preguntaban si existía un país sin grafiti, sin Prometeo. Pensé cortamente, y sin dudas respondí que no, que la única diferencia que podría hallarse se refería a qué tanto una sociedad estaba dispuesta a aceptar la expresión de sus ciudadanos, entre más estricto menos grafiti, entre más abierta, más grafiti.
El grafiti, como el fuego, es un símbolo, una metáfora de desarrollo, es apreciar en cada uno de los trazos que encontramos día a día en nuestras ciudades, un recordatorio, que para todos y todo el tiempo, existe la posibilidad de robar el fuego a los dioses y de esta forma hacernos libres e incendiar este mundo.
@CamiloFidel