Olavarría es una pequeña ciudad ubicada a unos 400 kilómetros al sur de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina, que basa su economía en la producción de materiales para la construcción. Una población tranquila que, un día como hoy pero de 1888, vivió uno de los actos más crueles, miserables y criminales, que ha cometido uno de los hijos favoritos de Dios a lo largo de la historia. Uno de esos sacerdotes que de dientes para afuera parecen orinar agua bendita, pero que saben que su alma está repleta de estiércol y su conciencia de culpas.
Pedro Castro Rodríguez fue un sacerdote español que, en 1880, llegó a la ciudad del cemento tras ser nombrado cura párroco, siendo el primer humano con ese título en la historia de la joven Olavarría. Castro, nacido en La Coruña en 1844, se ordenó como sacerdote en la península ibérica y se trasladó a la Argentina en el año de 1870. Tras llegar al país del sur del continente americano se volcó al protestantismo, mandando al carajo los hábitos y conociendo así al placer máximo del ser humano: la sexualidad. En 1873 decidió casarse con la hija de un militar, llamada Rufina Padín y Chiclano. La situación económica de la pareja, desde entonces, no fue la mejor. Pedro no logró convertirse en un trabajador del campo y Rufina tuvo que salir a buscar empleo, algo poco común en la época, máxime si tenemos en cuenta la ascendencia aristocrática de la mujer.
Prácticamente quebrado, y demostrando que era un cobarde, Castro habló con el arzobispo y, tras pedirle perdón, solicitó ser recibido nuevamente por la Iglesia Católica en 1877. La suplica del sacerdote fue escuchada por su superior y al poco tiempo Castro fue trasladado a la localidad de Azul, Provincia de Buenos Aires, donde vivía de forma clandestina con su esposa que en 1878 tuvo a la pequeña Petrona María, convirtiendo la vida de Pedro en una completa mentira, pues temía ser descubierto por el pueblo o la empresita criminal con sede en el Vaticano.
Después de su traslado a Olavarría, Castro decidió vivir solo por un tiempo, teniendo pánico de que las patas de su mentira fuesen demasiado cortas. Su cargo era uno de los más importantes de la época y él no estaba dispuesto a perderlo. Ya había conocido la pobreza y no quería volver a vivirla. Años más tarde, y como era de esperarse, Rufina apareció en Olavarría y nuevamente vivió con Castro de forma clandestina. La relación de la pareja empeoraba día tras día. Rufina estaba convencida de que el sacerdote le estaba siendo infiel, situación que le manifestó a Castro, quien empezó a maquinar un plan para deshacerse para siempre de su esposa.
En la noche del 5 de junio de 1888 la muerte apareció en la casa parroquial que habitaban los Castro. Pedro, aprovechando su condición de sacerdote, había engañado al vendedor farmacéutico de la ciudad y tenía en su poder un veneno letal que iba a terminar suministrando a su esposa e hija. Una vez que el sulfato de atrophina ingresó en el cuerpo de Rufina, quien empezó a gritar al sentir que estaba muriéndose, Pedro tomó entre sus manos un martillo y con varios golpes en el cráneo acabó con su existencia. Mientras tanto Petrona, la niña inocente de 10 años, veía la escena horrorizada. Castro, al advertir la presencia de la menor, decidió asfixiarla. Esa noche el padre durmió al lado de las víctimas bajo la bendición de Dios.
Al otro día, el sacerdote se presentó ante las autoridades pidiendo que le dieran los permisos pertinentes para llevar a cabo un entierro. Eso sí, como Dios manda, tuvo que decir una mentira del tamaño de su culpa. Idalecia Burgos era, supuestamente, una campesina robusta que había fallecido el día anterior, por lo que Castro necesitaba un ataúd más grande de lo normal para meter el cadáver allí y darle cristiana sepultura. Pero la gorda nunca existió, solamente fue un invento de la mente enferma del curita. A quienes sí metió en el cajón fueron a su esposa e hija, a quienes terminó sepultando unas horas más tarde. Todo había salido, supuestamente, como Castro quería, pues él no sabía que al poco tiempo su asistente de ceremonias lo iba a denunciar tras sospechar del cura, al conocer el caso de la desaparición de Rufina y Petrona.
Castro fue condenado a cadena perpetua, después de confesar sus actos, y murió en la prisión de Sierra Chica, años después.
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