En estos días una señora bien entrada en edad iba por las calles comerciando velas para la noche de la Virgen; ofrecía las tradicionales luces acanaladas de varios colores. Yo le compré un paquete y le puse conversa, me dijo que se llama Clarita y que siempre vende trapeadores, escobas, limpiones y recogedores por el mismo sector del centro y el oeste; también expresó que en la temporada de fin de año, la familia se divide entre distribuir velitas y faroles o suministrar chispitas y diablitos, pero comentó que a ella no le gusta la pólvora, en cambio las velas si son devoción de la Virgen para que la gente vea y sienta la luz.
Clarita cuenta que vive en el barrio San Nicolás desde que sus abuelos llegaron allí y armaron hogar en una pequeña casa que sigue igual desde el siglo pasado; le pregunté cuándo llegaron los abuelos y me dijo que desde 1924 los Perlaza están dando vueltas por las calles, desde la carrera Tercera con diez y nueve, ella recuerda que en una época su abuela era lavandera y su padre criaba marranos y después se hizo zapatero de navaja rápida; contó que de los once hijos del hogar ella pudo terminar la escuela en el Convento de las Hermanas Carmelitas y que eso le permitió hacerse al comercio, pregonando el chance, atendiendo negocios, ofreciendo de todo lo que se compre en los últimos cincuenta años; dice que en diciembre hace la plata que le permite vivir hasta febrero que vuelve a salir a vender por las calles.
La tonada de Clarita me hizo pensar en Cali hace cien años: cuentan los cronistas de época que la ciudad escasamente constaba de una docena de barrios: La Merced, San Pedro, Santa Rita, El Peñón, San Antonio, Centenario, Santa Rosa, Calvario, Santa Librada, San Nicolás, Jorge Isaac, Benjamín Herrera; entonces todavía se tenía una división simbólica entre la ciudad colonial del empedrado y las rancherías plebeyas del Vallano. En ese tiempo, con menos de treinta mil habitantes, la urbe que hoy conocemos empezaba a despertar de su benemérito destino de abrevadero de bestias de las haciendas, de casa de obispo, de cuarteles y claustros religiosos, de cruce de caminos entre Popayán, Cartago y Buenaventura.
Para esas épocas – en las primeras décadas del siglo XX - comenzaba a construirse el Ferrocarril del Pacífico que asentaba su tramado entre Cali y Buenaventura, se iniciaba el tranvía que venía desde Puerto Mallarino y Juanchito hasta el Centro, también se realizaba mejoramiento de las vías carreteables al Puerto, a Jamundí, Yumbo, Candelaria y Palmira. Al interior del pequeño villorrio ya comenzaban a establecerse las primeras estructuras de servicios públicos domiciliarios (saneamiento básico, agua potable, energía eléctrica en algunas plazas públicas entre otros asuntos). Estábamos ante una ciudad en obras que se veía y soñaba en el espejo con las luces de New York y París.
El Vallano, la flor de la algarabía caleña, no se refleja en el espejo urbano cemento y plástico que tanto la gusta copiar a algunos sectores “dirigenciales” seudomodernos
En paralelo a esos hitos urbanos, ya desde tiempo atrás, venía cocinándose en el Vallano la flor de la algarabía caleña: con casas de bahareque y hojas de palma se armaba un vecindario laborioso, alegre, festivo y artesano, de servicios y protestas ante lo injusto; en medio de danzones, bailes, sancochos y frituras, lleno de lugares populares de encuentro, se inventaron en décadas, lenguajes, dialectos, maneras de hablar, gestualidades, formas de sonear, coros, fintas y bailados, labores cotidianas y rebusques populares que no se reflejan necesariamente en el espejo urbano del cemento y el plástico que tanto la gusta copiar a algunos sectores “dirigenciales” seudomodernos; de allá de esos vientos y esos murmullos lejanos de barrio viejo viene viajando Clarita, haciendo presencias y pregones de ciudad de otras maneras; le pregunté si ella prendería velas el Siete de diciembre a la Virgen y me respondió entre risas: Claro bebé ... ni que yo fuera la más pobre, nosotros sacamos mesa y cabina, ponemos las luces y hacemos la tradición como la vivieron los abuelos cuando esto eran potreros y allá vivían en rancho de paja; se prende vela, se hace hojaldra, se trae empanada, chorizo y tostada de plátano o lo que haya a mano para los de la casa y para el vecino que llegue, y no falta un tintero o una polita…
Regresé a casa por las calles de una ciudad vibrante que viaja veloz, transformada materialmente en cien años, pero comportando en algún sentido sus mismos linderos simbólicos, sus problemas sociales y encantos cotidianos. La sensación del diálogo con Clarita me recordó que detrás de la fiesta religiosa hay una solidaridad vecinal hogareña que sigue siendo el tesoro de esta Cali tan hermosa como difícil de vivir. Al terminar la conversa, le compré otro paquete de velas y unos faroles para proteger la luz encendida del viento nocturno que siempre nos abraza el Siete de diciembre. Recordé que la noche de las velitas es especialmente el llamado de un tiempo emotivo de renovación de esperanzas; al reconocer ese sentimiento fraterno, va el deseo de encuentro y goce compartido para todos los barrios, para los viejos villorios que a veces se olvidan de sus trayectos y para los nuevos que aún están buscando su vecindad…