Si usted vive en el área metropolitana de Medellín o de alguna de las grandes ciudades de Colombia, tengo que decirle que tal vez padezca de miopía social, y su visión de país llega hasta donde termina la ciudad.
Voy a partir de varios supuestos, de cosas que damos por sentadas, pero que sin saberlo, justifican que seamos parte de un grupo poblacional privilegiado: si está leyendo esto usted tiene acceso a internet y pasó por procesos de alfabetización; también hay una alta probabilidad de que no tenga que preocuparse por dónde dormir hoy; es muy probable que esa casa en la que usted vive, cuente con servicios públicos básicos, mínimo con agua potable y energía, así como el hecho de que se pueda llegar hasta esa casa en algún medio de transporte, y que si de casualidad el último tramo para llegar le toca hacerlo caminando, esa caminata no dure más de media hora; probablemente al levantarse cada mañana, tendrá la certeza que durante el día podrá comer algo más que una aguapanela y un par de galletas.
Obviamente en las ciudades hay pobreza, y mucha, pero en condiciones “menos exigentes” que las que se puede encontrar en las regiones, en esa Ruralidad Dispersa como lo definiría el Departamento Nacional de Planeación.
Vemos como somos, y nuestras circunstancias moldean nuestra visión de la realidad.
Durante muchos años también fui un miope social, problemas como la pobreza, la violencia y la falta de acceso a servicios, estaban totalmente enmarcados a lo que veía en la ciudad, en mi entorno, y las noticias de niños muriendo de hambre o de tomas guerrilleras solo pasaban para mi en una Colombia de ficción, que quedaba tan lejos como la Cochinchina.
Tuve el privilegio de crecer en una familia en la que, aunque nunca sobró mucho, pudo mantenerme mientras pasé por la universidad, que si no hubiera sido pública probablemente no habría podido estudiar después del colegio. Vivir la universidad hizo que entendiera que tenía miopía, que el país llegaba hasta mucho más allá del cerro Quitasol que por ese entonces lo veía lejísimos desde otra montaña en Sabaneta.
La miopía se me comenzó a quitar cuando comencé a trabajar. Durante años me dediqué a visitar familias que necesitaban un mejoramiento de vivienda. Muchas cosas me marcaron y comencé a curarme de la miopía. Visitar una familia que vivía al lado de una quebrada en pleno corazón de Sabaneta; demorarme ocho horas en un carro por una “carretera” hasta Llanos de Urarco, un corregimiento de Buriticá, yo que soy del municipio más pequeño de Colombia, que sin tráfico se atraviesa completo en media hora; una abuela en el municipio de Giraldo que tenía apenas 32 años y vivía sola con sus cuatro hijas y su nieto; pueblos completos sin alcantarillado en el Bajo Cauca; caminar tres horas cafetal arriba y cafetal abajo en Betania, para llegar hasta una casa en la que vivían dos octogenarios cuyo único ingreso era un subsidio miserable cada dos meses.
Con experiencias como esas entendí con el corazón, que vivía rodeado por una niebla que hacía que viera como un miope, que a pocos metros ya no reconociera los detalles y que un poquito más lejos no viera sino “el bulto”. Comprendí que el mundo iba más allá que lo que alcanzaba a ver desde mi casa, y que lo que veía en las noticias o en mis redes, eran apenas una fracción pequeñita de la “realidad” del país.
Por eso, antes de renegar y despotricar de que ese Gobierno no sirve pa’nada, sin ir a defender lo indefendible, siempre me pregunto: ¿No han hecho nada, o desde acá no se ve?