Mil ochocientas señoras, peinadas y vestidas con esmero, esperaban el arribo de la gota de sangre de Juan Pablo II en la parroquia de Santa Beatriz en Usaquén. Desde que Gun’s Roses se presentó en noviembre de 1992 en el Campín, no veía tanta agresividad en una fila. Solo ciento ochenta de ellas tendrían el privilegio de estar cerca de la reliquia sagrada así que la angustia afloraba en el ambiente. Dicen que Wojtyla es el papa más popular de la historia, el más querido. Yo la verdad de papas no sé mucho. Lo que es seguro es que ha sido el único pontífice que alguna vez fue actor. En varias películas aparece con su rostro cuadrado y sus ojos azules. Él sabía ganarse el cariño de las multitudes, por eso, apenas llegaba a cualquier país, lo primero que hacía era remangarse la sotana y besar el suelo con evidente teatralidad. Las señoras sufrían ininterrumpidos orgasmos.
Después de dos décadas convulsas en donde la imaginación amenazó con llegar al poder, el pontificado de Juan Pablo II sirvió para apagar el incendio. Los católicos lo aman y con razón, porque él fue el principal artífice de que en los años 80 y 90 la humanidad haya estado a salvo de la equidad social, de la libertad sexual y sobre todo de la inteligencia. Cuando Stephen Hawking se reunió con Wojtyla recuerda la solicitud que éste le hizo “Es mejor que no investigues el origen del Universo, dado que estos temas son muy difíciles y son cosas de Dios”.
Si había una cosa que le molestaba más que la inteligencia era el comunismo. Desde este humilde atril lo entiendo y no lo juzgo: nada peor que ser joven en la Cracovia soviética de los años cincuenta. Lo que molesta es su militancia capitalista siendo sumo pontífice. Justo cuando el neoliberalismo arrasaba con sus políticas de saqueo a los países del Tercer Mundo, este viejito adorable lanzaba su oda al capitalismo lanzando frases como esta: “En el orden de los intercambios, hay que dejarse guiar por las leyes de una sana competición”. Fiel a los amos que llenaban su coquita, Wojtyla decía en sus homilías que las huelgas eran una plaga demoniaca.
A diferencia de Ratzinger, era lindo y lo sabía. Nadie como él para manejar los medios de comunicación a su antojo. Las multinacionales lo sabían y por eso invirtieron en el Santo Padre. Los ochenta fueron una época maldita, las hambrunas devastaban África y el Sida era lo mejor que le había podido pasar a esa derecha ultraconservadora que le suplicaba al cielo un castigo para todos aquellos infames que, mientras flotaban en una nube de marihuana en plena década del sesenta, proclamaban la muerte de Dios y el advenimiento de los placeres. Lo único que importaba era la imagen. En una feroz propaganda digna de Goebbles, Estados Unidos lanzó películas como Vengador anónimo o Prisioneros de guerra en donde quedaba claro que todos aquellos seres que tuvieran la tez oscura o amarillenta, debían desaparecer de la faz de la tierra. Este curita políglota fue un instrumento divino del que se valieron los poderosos. En vez de que, por simple humanidad, la Iglesia hubiera contribuido a evitar que el virus del Sida se propagase impulsando el uso del preservativo, lo que hace Juan Pablo II fue señalar con su dedo bendito a todo aquel que decidiera ponerse un artefacto demoniaco de esos. Inmune al dolor que genera saber que cada día doce mil africanos se contagiaban del virus en los ochenta, Wojtyla aplaudía a rabiar la plaga que Dios había mandado como castigo a los desafueros que habían dejado los felices sesenta.
Producto de ese repudio a los anticonceptivos fue el aumento desmesurado de la población en el Tercer Mundo. Mientras que en los países nórdicos eran cada vez más ateos, más estériles, más ricos y felices, en Suramérica, en cambio, éramos más pobres, más asesinos, más católicos y sobre todo éramos cada vez más. En un acto de cinismo el Papa viajero se atrevió a abrir las manos y a gritarle a una hambrienta población salvadoreña que ellos eran “El festín de la vida”.
A cambio de todas estas desgracias, Juan Pablo II nos regaló canonizaciones. En los 26 años, 10 meses y 17 días de pontificado, Wojtyla hizo del Vaticano una fábrica de santos en serie: 482 nuevos santos aparecieron, más de los que se había pontificado en cinco siglos. Los beatos también tuvieron un impulso inusitado ya que aparecieron 1338 y, mientras se ensalzaba a los infames Miguel Ángel Builes, incendiario obispo que con sus aberrantes sermones agudizó aún más el odio entre liberales y conservadores y Escrivá Balaguer, máximo jerarca del Opus Dei, se ignoraba el legado de Óscar Romero, el obispo salvadoreño asesinado por oponerse al régimen fascista que mandaba en El Salvador.
Porque a este curita polaco sí que le gustaban los dictadores. A monseñor Romero lo regañó en el Vaticano porque no simpatizaba con el general Humberto Romero Mena, cuando este, a pesar de lo asesino, era un gran católico. Por Pinochet también sintió un profundo aprecio, nunca elevó la voz por el río de sangre en que bañó a Chile, sino que alabó la devoción que Augusto sentía al ver una cruz y hasta le quitó esa espina en la garganta que le significaba el Cardenal Silva Henríquez, ferviente defensor de los derechos humanos, reemplazándolo por el obediente y ladino Jorge Medina. Mantuvo además una estrella amistad con Kurt Waldheim, presidente de Austria entre los años 1986-1992 y quien en sus años mozos fue un oficial nazi que le sirvió al Tercer Reich en la Segunda Guerra Mundial.
Mientras despreciaba a la mujer, condenando su emancipación y el hecho de que pudieran usar el sexo no sólo para su procreación sino buscando el placer, Wojtyla protegía a reconocidos pedófilos como Hans Herman Groen, cardenal de Viena, el obispo Kurt Green y el arzobispo de Boston Bernard F. Law y su protegido Marcial Maciel.
Ahora, cuando fue declarado santo en tiempo récord, Juan Pablo II sigue cautivando viejitas convertido en reliquia sagrada. Al ver la gota de sangre llegar a la iglesia de Santa Beatriz miles de sus groupies gritan enloquecidas y ansían estar a su lado para recibir el viento bendito de la santidad. El Papa más lindo, querido y fascista de la historia, sigue después de muerto en su cruzada por mantener los tres pilares que lo movieron en vida: tradición, familia y propiedad.