La ecuación es simple: el número de personas que ha muerto desde que el Homo Sapiens hizo su aparición en la tramoya de la humanidad, es infinitamente superior al número de personas que hoy pillamos el planeta, pues al presente los nacimientos doblan con ñapa a las muertes y de ahí esa propensión tan humana a atiborrar la casa de todos y a no abandonar esos vínculos con la parca, que en el mundo de los vivos al parecer solo compartimos con los elefantes, que suelen llorar el duelo y visitar de cuando en cuando los lugares donde murió cualquiera de su prole. Los humanos de hace millones de años supieron del cuento en la caverna y alrededor del fuego purificador y simbólico; y hace varios siglos la literatura develó que el truco para no morirse del todo era solo uno: el arte.
¿Pero a qué viene el cuento con la pelona? Pues porque Netflix tiene en ascuas al mundo en Occidente a la espera de la versión en serie televisiva, de Cien años de soledad, que se anuncia para el próximo 11 de diciembre; y está calentando motores y atmósfera con Pedro Páramo. No es por aguar la fiesta -y espero dispensen mi ignorancia infinita-, pero hasta ahora nada de lo del primer Nobel colombiano ha sido llevado con éxito a la pantalla. Ni grande ni chica. Tal vez con calidad sí, pero no con éxito. Aunque esa frontera entre el cine y la televisión, la están borrando las plataformas. Es muy difícil poner en imágenes aquello que las palabras acomodan al antojo de la imaginación de cada quien cuando retoza ante la extraordinaria maravilla de un dispositivo supremo: el libro.
Lo cinematográfico, quién lo creyera -y lejos está aquí el quién lo creyera de ser una simple figura retórica- se ve limitado cuando cada lector recrea en su mente espacios, voces y personajes; cuando se los imagina a partir de la narrativa conforme a su propia versión no de la historia sino de su interpretación imaginada. Esa línea letal y al tiempo difusa entre los vivos y los muertos es tan humana como divina. He ahí el problema y el reto. El coronel no tiene quién le escriba es -y ofrezco excusas de nuevo, por mi atrevida ignorancia- la mejor pieza literaria de García Márquez. Una pequeña genialidad. No tiene la majestuosidad de Cien años de soledad, madre nutricia de toda la obra del autor, pero tiene lo que las obras cumbres necesitan para trascender: un pequeño pero perfecto universo.
¡Y en 1999 viene Arturo Ripstein y se la tira! ¡De por Dios! dicen en mi pueblo, ese coronel tiene de trópico lo que mi pueblo tiene de prudente. Nada. Una mexicanización que la desdibuja casi totalmente. Y debe decirse que México en América Latina es la cuna de esa relación estrecha de los vivos con los muertos. Un lenguaje que no es caribeño y unos acentos que universalizan la producción, pero le quitan su esencia, aunque no su núcleo narrativo. Adaptación es adaptación y versión libre es versión libre -el guion respeta el texto-, pero si bien hay gallos desde Chile hasta la frontera con los Estados Unidos, mucho va del universo literario al universo fílmico y esta película a mi juicio sólo enaltece una cosa del libro: el sopor.
La muerte en todo el mundo -pero especialmente el Latinoamérica- suele ser una realidad en entredicho, pues lleva consigo una presencia extraordinaria en la vida de quienes aún no cruzamos el umbral. Coco, la excelente película animada de Pixar, gira en torno de esa idea certera de que sólo nos morimos del todo cuando somos olvidados por los que nos sobreviven. Su escenario también es la cultura mexicana. Elcoronel de Ripstein respeta la médula, pero saca a la novela de Macondo y la instala en Veracruz, porque es lo que él como director y su esposa como guionista, conocen y sienten. Y su argumento es letal: “La única forma de serle fiel a una obra literaria es traicionarla por completo, porque el cine no admite dos lealtades”.
Fue el mismo Gabriel García Márquez -me parece muy confianzudo llamarlo Gabo o Gabito- quien se la cedió a Ripstein, cuando le había negado al mismísimo Anthony Queen (Manuel Antonio Rodolfo Quinn Oaxaca), estrella en Hollywood, llevar Cien años de soledad al cine, por un millón de dólares. Había cedido el hombre de Aracataca a que algunos de sus cuentos fueron versionados en cine y televisión, pero de su obra cumbre aseguró que nunca lo permitiría. Sus hijos han creído lo contrario y asume uno que por un buen puñado de dólares. Bueno, si publicaron de manera póstuma En agosto nos vemos, podrían hacer cualquier otra canallada. Así suelen ser los herederos, de genios o mortales: débilmente ambiciosos y caprichosos.
Decía arriba que Netflix calienta motores con Pedro Páramo, que ha sido una locura en medios y un festín para la crítica televisiva y cinematográfica. Tanto la película como el documental se han llevado aplausos -todavía ningún premio, que seguro llegará- pero lo cierto es que ese viaje literario profundo a las intersecciones del alma, de la espiritualidad, la tradición y la ancestralidad de los campesinos mexicanos, hecho por don Juan Rulfo, con una economía verbal y contundencia hasta ahora no igualadas, es muy difícil de representar. La dimensión ficcional de Comala, del hijo y del padre, del cura y la loca, de todos los vivos y todos los muertos que se entrecruzan en la historia con ese lenguaje sencillo pero devastador de Rulfo, no se acomoda del todo en la excelencia audiovisual de una producción impecable.
No creo que paisita alguna sepa que mors es muerte en latín y menos que fallecer es engañar y deriva del latín fallĕre. ¡Me fallaste chica y de qué manera!, pregona el flaco Eddy Santiago. Usted podrá llamarle como a bien tenga: deceso, defunción, éxitus, fallecimiento, expiración, hora suprema, óbito u occisión, lo cierto es que de esa no se salva nadie y hasta el más cobarde cruzara esa puerta, dijo William Ospina, medio muerto por haberse subido al tren del difunto y corrupto Rodolfo Hernández. Se han hecho buenas películas de libros en el mundo y apenas dos ejemplos cercanos por región y tema, pueden ser La casa de los espíritus de la chilena Isabel Allendeo Como agua para Chocolate de la mexicana Laura Esquivel.
Pero hasta ahora ni las obras del locuaz Premio Nobel colombiano, ni las del silente genio mexicano, han sido exitosas en cualquier pantalla. Ha de ser por dos razones, especulo: la primera, porque si bien fueron apasionados por la imagen: el cine y la fotografía, respectivamente, los dos sucumbieron a la pulsión irrefrenable de contar con palabras y con ellas construir sus imágenes y mundos paralelos; y segundo, porque desde el inframundo en el que hoy habitan se han burlar de aquello que una imagen vale más que mil palabras. No se han dado cuenta -susurran sus almas desde el más allá-, que una frase de nuestros libros bastaría para torcerle el pescuezo a tanto gallito audiovisual que cree que el sol sale para oírlo cantar.
Nota final: Si a usted, querido lector de estas letras, le parecen muy erradas estas líneas, me permito pedir prestada una frase a Rulfo para que me disculpe: “Me salen muy crudas la ideas, tal vez porque no las dejo hervir lo suficiente en mi cabeza”. O algo así dijo o escribió don Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, pero yo estaba medio dormido cuando la escuché o la leí, que es como estar medio muerto.