En un rincón de Tierra Linda y Niza 9, la panadería Atabanza reinaba como el lugar predilecto para desayunar y comprar el pan del desayuno, el buñuelo de la tarde y, en general, cualquier antojo del día. Pero, como dice el dicho, “no hay reino eterno”, y la llegada de una nueva panadería al barrio hace poco ha hecho temblar los hornos y replantear estrategias.
El choque con la realidad moderna
Todo comenzó con algo aparentemente simple: una compra de pan y queso de $18.000. Cuando pedí pagar con Nequi, la respuesta fue un rotundo “no recibimos”. Intenté con tarjeta, y el veredicto fue el mismo. Mi indignación fue tal que por un momento pensé que había retrocedido en el tiempo y que estaba en una panadería de pueblo alejado donde el efectivo es rey. Pero no, estábamos en pleno siglo XXI al lado de la zona residencial y empresarial de Bavaria.
Al principio, admito que desconfié de la nueva panadería. Pensé que no tendría nada que hacer frente a Atabanza, pero me equivoqué. Con espacios amplios, empleados capacitados y un servicio amigable, poco a poco la gente comenzó a cambiar sus rutas matutinas y vespertinas.
Ahora, puedo pagar con tarjeta, Nequi o incluso Daviplata sin sentir que estoy cometiendo un delito. Hasta los adultos mayores del sector, que han adoptado estas tecnologías, se sienten más cómodos. La nueva panadería entendió algo crucial: la competencia no solo trae mejores productos, sino también mejor servicio.
Una lección para todos
Lo que pasó en Panadería Atabanza es una metáfora para muchos negocios en Bogotá y el país. No basta con tener el mejor pan, los mejores buñuelos o incluso la mejor ubicación. La falta de capacitación, la resistencia al cambio y la desconexión con las necesidades del cliente moderno son recetas para el fracaso.
A fin de cuentas, la competencia no solo nos da opciones, sino que nos exige subir el estándar. Si un negocio no se adapta, otro que sí lo haga siempre estará listo para ganar la clientela con algo tan sencillo como una sonrisa, un datáfono y una buena actitud.