El trámite del proyecto de acto legislativo que propone reformar el Sistema General de Participaciones (SGP) avanza con su nadadito de perro, y solo hasta ahora, que se encuentra en el sexto debate, ha generado discusiones sobre las implicaciones fiscales y administrativas que conlleva.
Se propone modificar los artículos 356 y 357 de la Constitución Política para aumentar las transferencias a los entes territoriales y resguardos indígenas, pasando del actual 23,8% de los ingresos corrientes de la Nación al 39,5% en un plazo de doce años, para fortalecer la autonomía regional y cerrar las brechas sociales entre las diferentes regiones del país.
Con base en el conocimiento que me otorgan mi formación académica, experiencia profesional y docente en temas de hacienda pública, considero que esta reforma, aunque bien intencionada, es peligrosa si no está acompañada de una definición clara de las competencias que deben asumir los territorios.
Sin duda, el aumento representa un desafío fiscal que, según cálculos técnicos, significaría unos $60 billones adicionales cada año, una cifra superior al presupuesto de inversión del Gobierno Nacional para 2025.
La reforma preocupa a los analistas, centros de pensamiento y al Comité Autónomo de la Regla Fiscal, que advierten sobre los efectos fiscales a mediano plazo. Según las estimaciones, para financiar el incremento se necesitarían al menos tres reformas tributarias adicionales, lo que pone en peligro la sostenibilidad fiscal del país, especialmente en un contexto donde más del 83% del gasto público es inflexible.
Por su parte, el Minhacienda ha expresado su preocupación respecto al impacto fiscal a largo plazo, debido a los costos recurrentes que implicaría la reforma. Para DNP, si bien la descentralización es necesaria para fortalecer las autonomías regionales, aún no se cuenta con una estructura fiscal que permita sostener esta reforma sin poner en riesgo la estabilidad macroeconómica, al mismo tiempo que reduciría la capacidad del Gobierno Nacional para reaccionar ante crisis económicas o desastres naturales, por ejemplo.
El argumento central a favor de la reforma es que permitirá una mayor descentralización, dotando a los departamentos, municipios y resguardos indígenas de más recursos para gestionar sus propios proyectos relacionados con el gasto público social: salud, educación, saneamiento ambiental, agua potable, y deporte y recreación. Sin embargo ¿Están los territorios preparados para asumir las nuevas responsabilidades? ¿Habrá más corrupción?
Sin una ley de competencias clara y efectiva, la reforma podría generar duplicidad de funciones entre el Gobierno Nacional y los territorios. Este aspecto es preocupante, porque podría llevar a situaciones en las que las entidades territoriales reciban más recursos sin contar con la capacidad administrativa o técnica para gestionarlos adecuadamente.
La Guajira es un ejemplo claro de esta problemática. A pesar de recibir recursos significativos del SGP bajo el sistema actual, sigue presentando índices alarmantes de pobreza extrema, y la muerte de niños desnutridos, además del abandono a la población indígena que no está incluida en los resguardos, son un claro indicio de que la estructura actual de recursos y competencias no está funcionando. En esta región, algunas autoridades tradicionales indígenas viven como jeques árabes con los recursos transferidos a los resguardos, lo cual demuestra que aumentar los recursos no necesariamente se traduce en mejoras sociales mientras no se fortalezcan las capacidades locales.
Por eso no estoy de acuerdo con la modificación del SGP sin que antes se definan de manera precisa las competencias de los entes territoriales y resguardos indígenas. Porque se corre el riesgo de aprobar un acto legislativo sin un marco normativo adecuado para su implementación efectiva y sin mecanismos suficientes para evaluar y controlar el uso eficiente de los recursos transferidos que incluya la auditoría social.
No es por mucho madrugar que amanece más temprano. Nadie duda de la importancia de avanzar hacia la descentralización, pero también es cierto que debe ser ordenada y sostenible, para no repetir errores del pasado transfiriendo recursos sin garantizar su adecuada ejecución ni el control efectivo. Es necesario un debate más amplio sobre cómo lograr una descentralización efectiva sin comprometer la sostenibilidad financiera del país, para avanzar hacia un modelo más equitativo y eficiente en la distribución y gestión de los recursos públicos.