En el día de ayer tuve una interesante experiencia con profesores y estudiantes de sociología de la Universidad del Atlántico, invitado en el marco de las reflexiones urbanas que organiza un grupo de profesores de ese centro universitario, en esta ocasión dedicada la reunión a discutir sobre el papel de la cultura en el desarrollo de una agenda de ciudad.
Y la ocasión me ha reactualizado el encuentro con algunas notas mías que hacen parte de un trabajo mayor sobre el problema de la diversidad cultural.
En 2001, urgida por un panorama internacional cruzado de múltiples conflictos, masacres, desplazamientos, violaciones masivas, campos de refugiados, todo ello definido como tragedias de dimensiones innombrables e incalificables a nivel humano y cultural, la Unesco, para proteger los derechos culturales en el marco de amplias y claras concepciones de la diversidad cultural como otra manera de realizar los Derechos Humanos, proclamó la Declaración Universal de la Diversidad Cultural, luego de diversas experiencias iniciales desde finales de los años 70, documento que en relativo poco tiempo ha devenido uno de los pretextos de debate intelectual, cultural, educativo e investigativo más recurridos en el panorama internacional, en el ámbito de los derechos humanos, los derechos culturales, las políticas culturales, la firma de tratados comerciales y los procesos de globalización de la economía.
La diversidad cultural, tal y como la entiende esta declaración, es la posibilidad que cada cultura tiene de producir y difundir obras, cualquiera sea su naturaleza, y de ofrecer igualmente acceso al mayor número posible de obras de otras culturas. La diversidad cultural implica por una parte el reconocimiento, la valoración, la preservación y la promoción de las culturas existentes y, por otra, la apertura a otras culturas.
En este sentido, la diversidad cultural es uno de los pilares del desarrollo sostenible, está relacionada con la identidad de las personas y las sociedades, la democracia como expresión de la libertad y el acceso de los ciudadanos a las obras de creación, especialmente a las que se producen en su región. Crea las condiciones necesarias para un diálogo entre diferentes culturas y permite así el enriquecimiento mutuo de las culturas. El respeto de la diversidad cultural y de las civilizaciones contribuye igualmente a la promoción de una cultura de paz. Por ese motivo, las obras culturales no son mercancías como las otras.
Por lo tanto, en el contexto de la vida de nuestros pueblos latinoamericanos y concretamente en circunstancias políticas e institucionales como las de Colombia, por ejemplo, problematizado como está ante una de sus más profundas e históricas crisis de convivencia, la contemporaneidad civilizada reclama conciencia de la diversidad cultural, comprensión de lo plural, tanto de las elecciones personales como de las manifestaciones de la cultura, y ante todo, la disposición para desarrollar un proyecto de sociedad en la que la interculturalidad sea una realidad consagrada por la asunción plena de esa diversidad y ese pluralismo.
Pero una necesidad metodológica se nos impone entonces: la de entender cabalmente los tres conceptos aquí involucrados: diversidad cultural, pluralismo cultural e interculturalidad. Entendemos como diversidad cultural las distintas manifestaciones que presenta la experiencia cultural de una sociedad a través del tiempo y del espacio. Las distintas identidades, las formas diversas de su imaginario, las expresiones particulares de una tradición o de un sistema de vida. El pluralismo cultural, por su parte, es la respuesta institucional, política, comunicacional que la sociedad recomienda y codifica ante la necesidad de armonizar los diferentes intereses culturales de la diversidad. Y la interculturalidad, por su parte, es el logro de esa experiencia común en la que lo único y lo diverso no se excluyen sino que hacen parte sustancial y complementaria de un todo realizado por diversos intereses. Tal y como lo dice el texto de la declaración.
Por otra parte, una reflexión que es también metodológica y conceptual nos dice que hay que entender la noción y los problemas de la diversidad de una manera tal que resulta contraria a todo ordenamiento formal, convencional, normalmente estructurado, porque la esencia misma de lo diverso, su conformación atípica no regulada, la variada procedencia y presentación de los elementos de lo diverso, impide una mirada unificada y una percepción por tanto confiable de sus fenómenos.
Es lo que dice de otro modo la ensayista Martine Abdallah-Pretcille en un ensayo sobre los abordajes de la diversidad cultural desde las disciplinas de la enseñanza, cuando plantea que la diversidad cultural supone el principio de variación como elemento constitutivo para las dinámicas culturales.
El debilitamiento, por no decir el fin de los paradigmas de causalidad, de coherencia y de lógica unitaria y homogénea, inaugura la noción de red, la preeminencia de la noción de relación en detrimento del espíritu de sistema y de estructura, la apología de los intersticios, de lo diagonal, de lo zurdo, de los desvíos, de una lógica de la transición y de la trasgresión. Y agrega, “el punto medular está en la elaboración de un pensamiento dual y no dualista, un pensamiento plural, y no pluralista”.