"No tengo evidencia para probar que Dios no existe, pero sospecho tanto que no existe que no quiero perder el tiempo." Isaac Asimov
LADO A
Transmilenio. 6:00 a. m. Estación Calle 45. B14. Destino: Portal Norte. El tipo del parlante portátil habla acerca de la bondad. De la misericordia. De que Dios ama al dador alegre. Parece un cajero de banco por fuera de su cubículo. Me asusta la rudeza con la que pronuncia “El día del juicio final”. Por lo demás, creo que es del miedo de lo cual debemos burlarnos si queremos llegar a alguna parte. El mundo se hunde y Dios parece ignorarlo todo. Me recuerda a esas viejas y escabrosas novelas de Asimov sobre mundos subterráneos. No hay salida posible pero sí formas intensas de perder el tiempo. El cajero de banco por fuera de su cubículo habla ahora de su pasado, de las drogas, de las calles a las que no piensa regresar, de esos recuerdos que aún permanecen vivos en su memoria. De cómo Jehová le salvó la vida. Huele a cocaína y a azahar. Se acerca a mí y me aferro con fuerza a los dos centímetros de bus que me corresponden. Nada lleva a ninguna parte. Ningún camino sirve de nada. El mundo es un agujero negro. Un paisaje que avanza y se hunde. El mundo parece un fragmento de una película de horror proyectada en un jardín infantil. O la imagen de esas ciudades que recorría el héroe de París Texas. Un paisaje oscuro, lunar, terrible.
El tipo habla de la esperanza.
“Cállese la jeta evangélico malparido”. Le grita una anciana al tipo con cara de cajero de banco quien la mira estupefacto. El aire se enturbia. El tipo le dedica una oración. La anciana le grita un garabato de vuelta. El hombre la mira y retrocede y huye hacia el vagón delantero con su micrófono encendido y su fe puesta en las monedas que ahora pide a cambio de la salvación. Tener fe significa no querer saber la verdad. No ha sido un recorrido agradable para muchos de los que viajan apeñuscados a esta hora de la mañana. Yo sonrío como si fuera feliz. La mujer se queda sola murmurando obscenidades y rezos a algún dios desconocido, la silla junto a ella se desocupa en Héroes y corro a sentarme a su lado. Tiene 100 o 120 años, es baja y tiene las orejas peludas como un hobbit. Me mira con su mejor cara de momia rezandera y me escupe un par de letanías en contra de los enemigos de la Santa Iglesia Católica. Corro despavorido. Respiro. La gente me mira de forma extraña, como si estuviera vivo. Soy la plena imagen del desamparo. La mujer sigue transmitiendo balbuceos ininteligibles como un radio viejo. Un bebé llora y hace que todo se alivie. Su llanto insoportable me desprende del horror de la ciudad y salva el viaje. Pienso en los admiradores de Dios y en las formas que toman las nubes en el cielo que se mete por la claraboya del bus. Allí un AK-47, más allá el ojo de Dios, una bomba a punto de caer, la fea cara de un expresidente. El universo es un bostezo de seis mil millones de años y aún seguimos madrugando para esto. Miro al bebé que llora y me mira y no puedo dejar de sentir por él una simpatía exagerada. Como si su inocente alma tratara de decirme algo importante. Su madre me mira y me sonríe mientras se saca una teta para alimentarlo. Entonces el mundo vuelve a tocar la misma melodía desafinada que Dios silba mientras lava sus vergüenzas.
Afuera empezó a llover.
LADO B
En el apartamento mientras suena Slayer. Leo a Nietzsche mientras espero vidas para el Candy Crush. “Es necesario el Dios malo complemento del Dios bueno. No debe el hombre su propia existencia a la tolerancia y a la filantropía. ¿Qué valdría un dios ajeno a la ira, a la venganza, a la envidia, a la burla, a la astucia, a la violencia; incapaz de sentir acaso los ardientes ardores de la victoria y del aniquilamiento?”. Son las 7:00 p. m. Dejo el libro de lado y enciendo el televisor. Un cura de cabello blanco habla de los guerrilleros muertos por el ejército en las últimas semanas, de que todos somos hermanos, del azúcar Manuelita. Las noticias son un random de desgracias. La destrucción de Siria, la de Nepal, la Fifa, la cara del procurador, la paz, los derechos de unas y otros, el terror que me causa el noticiero del Senado, el premio Cannes para una película colombiana que habla del pasado, de la fe, de la muerte, de la tierra, del presente. Pienso que Cannes debe ser un lugar horrible, igual que el resto del mundo. El tipo del noticiero anuncia la visita del Papa Francisco en el 2017. Suena Reign in Blood. Pienso en el papa y en su cara mitad Juan Pablo II, mitad Benedicto XVI y un espasmo sacude mi hígado somnoliento. “Tengo que beber algo para pasar la mala noticia” me digo. Recuerdo la primera vez que vi un papa. Juan Pablo II cruzaba las calles de Bucaramanga lanzando besos a la multitud, mientras mi viejo padre estalinista le gritaba “Cura cacorro” e intentaba, inútilmente, avanzar hacia el papamóvil entre la gente que lo miraba sorprendida. Era 1986 y mi vida era igual que ahora, solo que tenía 8 años y menos deudas por pagar.
Cambio de canal y en Cinemax aparece Robert de Niro. Invoca una tormenta que se lleve todo, que arrase Nueva York y todo lo que él detesta. Habla frente al espejo de su propia desgracia. Entonces deseo que esta lluvia triste se convierta en un diluvio que inunde las calles y los campos. Que este país con sus millones de televisores encendidos a esta hora naufrague en su desdicha.
Abro una cerveza y pienso en salir a encender una vela en una iglesia para pedirle mi salvación a Dios y de paso soplar el resto para que se centre solo en lo mío.
Acomodo el escapulario que mi madre me colgó al cuello hace un par de años.
Apago todo.
Salgo a la calle.
No doy gracias por el día que ya pasó ni por la noche que llega.