Dejaremos de lado el Santo Sudario de Turín para no herir susceptibilidades de orden religioso, pero el tejido más antiguo del mundo es el descubierto en Huaca Prieta-Perú, con 7.800 años de antigüedad, que develó un avanzado uso de algodón cultivado.
Hoy una camiseta que no se desjete a las 78 horas en un ciclo suave de una lavadora cualquiera es una gran novedad. Aunque no se asuma, hoy la ropa también es como los pañales: desechable. En el mundo se producen entre 80.000 y 150.000 millones de prendas de vestir de las que se vende o utiliza sólo el 40% y el planeta se está inundando de residuos textiles convertidos en trapos que se desechan como los pañitos húmedos: sucios y con un alto impacto ambiental.
En medio de la COP16 se observan varias propuestas fashions que, por decir lo menos, van en contravía de los postulados ambientales que tanto se pregonan por estos días. Telas con estampados biodiversos cuyos procesos no han sido del todo benévolos con el planeta y que por su ligereza muy pronto irán a parar a la basura. (Hay un curioso stand en la Zona verde donde se venden aretes que utilizan las alas de las mariposas para su diseño. Es una buena apuesta para preservar una vida tan efímera como la conciencia ambiental). Las repercusiones ambientales de los residuos textiles no sólo incrementan las miserias del medio ambiente y los despojos arrojados a la naturaleza, sino también desvisten la sostenibilidad en términos de diferentes recursos como el agua, la energía, los químicos y la mano de obra que se utiliza en todos sus procesos, desde las telas hasta las prendas.
Hay estilos de vida que proponen comprar ropa de segunda o realizar otros diseños a partir de nuevos usos de las mismas prendas o de ropa cuya calidad, utilización y cuidado, tienen en cuenta el medio ambiente. El reciclaje de ropa o la reventa, las clínicas de reparación, la moda familiar que comparte prendas y hasta la heredad, podrían reducir este impacto y estar a la moda con el medio ambiente. La ropa heredada en el mundo fue una tradición anclada en la calidad y en Colombia una cuestión de impositiva obligación en medio de la escasez de familias numerosas. La ropita de los hermanos –como la genética– iba de generación en degeneración. Y no es una cuestión latina o de sociedades pobres, sino de países donde es tradición y orgullo heredar la ropa de los ancestros.
No se trata aquí de atacar los imperios de la moda, ni a las manufacturas, ni a las grandes marcas y a los pequeños fabricantes, de lo que se trata es de trabajar la conciencia individual frente al consumo desbordado e innecesario. Albert Einstein se vestía igual todos los días, no porque no cambiara su ropa, sino porque compraba tres o cuatro de los mismos trajes grises por dos razones: para no perder tiempo pensando en qué ponerse y porque consideraba que el gris tenía un look más intelectual. También los genios son superfluos. Steve Jobs, el cofundador de Apple, y Mark Zuckerberg, cerebro creador de Facebook, copiaron lo del gris, el primero con suéteres y el segundo con camisetas sin cuello. También los genios millonarios son plagiarios y, por sobre todas las cosas, tacaños. Y relativos, Einstein no usaba medias.
Y es que con el medio ambiente estamos a medias. Sí, se habla del aire y del agua. Del plástico y del dióxido de carbono y del efecto invernadero y de los combustibles fósiles; pero no de temas como el maquillaje o la ropa, cuyo impacto ambiental es silencioso y demoledor. Visibilizamos de manera selectiva y ello casi siempre tiene un trasfondo político, es decir, económico. Hay que vestirse, obviamente, pero en realidad cuánta ropa se necesita y qué tanta hace parte del burdo consumismo. No es cuestión de acabar con los emprendimientos nacionales, ni con los monstruos internacionales como Woodbury Common Premium Outlets de Nueva York, un centro comercial diseñado como un pueblo que con 300 marcas vende más ropa que todos los centros comerciales de Cali juntos. No. Es no acrecentar otro basurero: el de ropa.
China produce tal volumen de camisetas que a Colombia llegan en contenedores completos por un precio unitario de $4.000 y se venden a $20.000 y con un logo y una marquilla de una marca reconocida pueden alcanzar los 100.000, porque una original puede costar $1’000.000. Entonces, se compra ropa o se compra marca. Se compra calidad o se compra necesidad. Tanto se plagia que ya hay categorías de falsificación: A, doble A y triple A, que es casi idéntica a la original vecino. Mucho va de un paño inglés que duraba más que un matrimonio feliz, a una camiseta china de hoy que se destiñe con mirarla rayado. Desacelerar el consumo desenfrenado no vendrá de quienes fabrican la ropa y la producción alcanzará unas cifras con las que el consumidor habrá que decir basta. ¡Ahí está el corte!
Si miramos otros escenarios, con la ropa pasa igual que con el uso del agua o la industria de la caña de azúcar: las empresas no están dispuestas a acabar con el negocio. Nadie puede desconocer que debemos vestirnos y que la calidad cuesta, no sólo las marcas. Nadie sensato puede repudiar que la industria azucarera en Valle del Cauca ha hecho aportes en términos de infraestructura –el ferrocarril, por ejemplo–, el capital para otras áreas de negocios que significa el 2% del PIB nacional y la generación de empleo, etc. pero tampoco que hace 40 años el departamento era despensa alimentaria y que hoy importa casi toda la comida que consume porque las 250.000 hectáreas del valle geográfico de su río están sembradas con caña, la mitad para producir azúcar y la otra mitad etanol. Es decir, una que envenena el cuerpo y la otra que envenena el ambiente.
Con el agua ni se diga. Vemos en todos los telediarios nacionales la situación de Bogotá, cuya escasez de agua y el consecuente desabastecimiento penden como una espada de Damocles sobre la cabeza de los capitalinos sometidos al racionamiento. Pero no son lo hogares los que más consumen o desperdician agua, aunque lo hacen. Es la industria y la agricultura extensiva. Poblaciones de Valle del Cauca no tienen agua mientras los ingenios obtienen licencias para la explotación del recurso superficial y del subsuelo. En Cali se denunció que la multinacional Coca-Cola tiene una concesión que le permite extraer 290.000 metros cúbicos de agua subterránea, por lo que paga 50 millones de pesos anuales, es decir, $17 pesos por metro cúbico. Un caleño paga $3.000 por esa misma cantidad. En Bogotá no es diferente, es peor. Postobón tiene tres concesiones de agua por las que paga $28 pesos por metro cúbico y una persona estrato uno capitalino debe pagar $1.046 pesos. La empresa paga sólo seis millones de pesos al año por 190.000 metros cúbicos de agua extraída en la localidad de Puente Aranda.
Y los dejo, debo ir a rezar el rosario, lavar una ropita y planchar la de mañana.