Barbaries hay de todo tipo en nuestro medio actual; cuando tanto se habla de sociedad del conocimiento se multiplican los desconocimientos tan sutiles como perversos en las relaciones sociales; a fuerza del agotamiento civilizatorio que se despliega en la exclusión cotidiana, en la destrucción ecológica, en el desequilibrio que generan los sistemas de producción y consumo contemporáneos, se desanclan los vínculos emocionales, familiares y amistosos en las rutinas ordinarias incorporadas en nuestras estructuras más inconscientes. En medio de la velocidad citadina se van acumulando prácticas que rayan en trastornos individuales y colectivos movilizados por miedos, actitudes defensivas, instrumentalización de las personas, de los grupos humanos y de los territorios de habitancia.
Al respecto, se percibe que nos gusta ver y denunciar las barbaries de los otros, pero poco examinamos nuestras propias prácticas. Se suele ver la paja en el ojo ajeno cuando se trata de cuestionar las sujeciones, explotaciones, dominaciones y sometimientos, mientras que, poco revisamos los atropellos que agenciamos y que nos afectan en los espacios de mayor proximidad. En la movilidad de las ciudades, en los espacios públicos, en el mundo laboral y en las tramas domésticas del habitar urbano, se sienten por momentos entornos que hablan de la pesadez de un mundo anquilosado en racismos, sexismos, edadismos, en pobrezas materiales, pero también espirituales en materia grave, que trascienden a condiciones indignas de existencia.
Pesadez de un mundo anquilosado en racismos, sexismos, edadismos, en pobrezas materiales, pero también espirituales en materia grave, que trascienden a condiciones indignas de existencia
En la lectura de nuestras agitaciones sociales a veces se reducen complejos procesos a una idea simple de justicia material, de mala repartición de recursos para la buena vida; pero más allá de esas injusticias, inequidades y desequilibrios respecto a los bienes necesarios para hacerse una existencia digna, también sucede que se naturalizan cierto tipo de prácticas desprovistas de un sentido básico de pluralismo y de posibilidades de reconocimiento de la diversidad, la otredad, la alteridad. Es en el ámbito de lo micro social, donde se reproducen constantemente matoneos, confinamientos, insulsos conflictos de poder que se tramitan sin un sentido básico de respeto y reconocimiento..
En ese horizonte, parece necesario insistir con paciencia en problematizar las violencias simbólicas que están arraigadas en nuestros lenguajes más corporales y gestuales, en relación con el mundo compartido. Este tiempo demanda que reconozcamos las barbaries que nos rondan, las que se generan en nuestros entornos más inmediatos, afectando los vínculos sensibles más naturalizados por las personas con el mundo habitado. ¿No será que hay exceso de un yo individualista en nuestras formas de relacionarnos? En medio de profundas inequidades que nos circundan, ¿no será que nos hemos incapacitado para reconocernos en los otros, en lo otro, en lo distinto? Quizás es necesario que valoremos de forma más reflexiva nuestras propias actitudes y comportamientos, que identifiquemos nuestras barbaries, aquellas que lastimosamente a veces agenciamos sobre otros y otras, porque ahí en el somatismo de esos vínculos se encuentra la posibilidad de movilizar respuestas frente a las violencias que nos recorren y que solemos situar lejos de nosotros, cuando las tenemos tan cerca y tan incorporadas.