En los primeros días del mes de septiembre de 2024, el gremio de los transportadores, camioneros, volqueteros y otros sectores que rechazaban el incremento del precio del diésel (Acpm) decretado por el gobierno, paralizaron casi todo el país durante cuatro (4) días con bloqueos de carreteras y protestas. Así, obligaron al gobierno a sentarse a revisar y modificar su decisión e iniciar un proceso de negociación para resolver los problemas que tiene ese sector productivo desde hace décadas.
En términos puntuales el gobierno echó para atrás el aumento del precio del diésel de $1.904 decretado el 31 de agosto pasado. Se acordó con los delegados de los diferentes sectores del transporte representados en la mesa de negociación, un aumento para el resto del año 2024 de $800, dividido en 2 cuotas. Un aumento inmediato de $400 y otro igual que se hará a partir del 1º de diciembre. Es decir, el gobierno concedió una rebaja de 58% con respecto al aumento decretado y aplazó la resolución del problema para el año entrante.
A pesar de la tensión política que se generó alrededor de este paro, estimulada por algunos sectores de la derecha extrema y por algunos medios de comunicación, y alimentada también, por algunas declaraciones del presidente Gustavo Petro que afirmaba que detrás de ese movimiento estaban los “uribistas”, “golpistas” y “mafias”, que pretendían darle un golpe de Estado, se puede afirmar que el gobierno salió bien librado de la primera protesta de carácter nacional que ha enfrentado, diferente a la de los maestros y docentes que propiamente no retaron al gobierno sino al Congreso.
Por un lado, tanto el gobierno como la sociedad colombiana, descubrieron la enorme diversidad y complejidad del sector transportador y de otros consumidores de diésel (productores de energía, agrarios, mineros, etc.). El gobierno logró identificar y darle voz a los pequeños y medianos empresarios del transporte y a los trabajadores (conductores) para enfrentar a los grandes consorcios y monopolios del transporte, y así, empezar a resolver los problemas estructurales que existen en ese sector y que habían sido ocultados por anteriores gobiernos.
Hay que reconocer que el gobierno cometió algunos errores que atizaron el fuego de la protesta al afirmar que era un paro dirigido por el uribismo y las mafias, lo que querría decir que todos los transportadores y camioneros eran una especie de marionetas y “tontos”, y que entonces no existía una causa real y una inconformidad cierta por el aumento del precio del diésel. La experiencia vivida ha demostrado que las generalizaciones apresuradas se convierten siempre en un obstáculo para el diálogo democrático y conduce a los gobernantes a la prepotencia y la soberbia.
El desenlace del paro y los acuerdos firmados entre los transportadores y el gobierno, son una comprobación de que no era totalmente cierto que fuera un paro empresarial, y que, en lo fundamental, tampoco era parte de un golpe de Estado. Sí estaban infiltrados sectores golpistas, pero eran minoría y quedaron desenmascarados. Es importante recordar que los grandes gremios económicos del país y sus centros de pensamiento económico estaban de acuerdo con el incremento del diésel, por razones de macroeconomía y de estabilidad fiscal, y por ello, afirmar que se preparaba un golpe de Estado es algo que no se correspondía con la realidad.
También se debe reconocer que dentro del gobierno ha existido cierta rigidez neoliberal frente a la forma como se construyen los precios de los combustibles en Colombia, que podríamos denominar rigidez “fondo-monetarista”. Es necesario que el gobierno genere espacios de estudio y de debate para revisar las fórmulas que ha impuesto el Fondo Monetario Internacional FMI y que la sociedad colombiana en forma autónoma pueda diseñar unos precios que tengan en cuenta las realidades internas y los intereses de los diferentes sectores sociales y productivos.
Finalmente, es importante aclarar el tema del llamado “golpe de Estado”. Desde los inicios del gobierno de Gustavo Petro hemos planteado que las castas poderosas de este país, la oligarquía financiera y la burguesía burocrática incrustada en el Estado, han diseñado e impulsado una estrategia para desgastar el actual ejercicio de gobierno e impedir que Petro pueda avanzar y consolidar los cambios y reformas propuestas. Y, aunque esa estrategia no se puede justificar, era lo que había que esperar de unas castas oligárquicas y corruptas que defienden sus privilegios hasta con la muerte y la violación de su propia legalidad. Como lo han hecho antes.
Por ello, hemos insistido en afirmar que desde el primer día de posesión del gobierno progresista se organizó un bloqueo y saboteo institucional, y una guerra mediática, para provocar y obligar a Petro a cometer errores. Hemos sido reiterativos en plantear que, para enfrentar ese bloqueo y saboteo por vías democráticas y pacíficas, es necesario que el gobierno amplíe su base social con sectores sociales que no votaron por el Pacto Histórico en las pasadas elecciones, y no intentar aventuras “constituyentes” o similares sin haber logrado el apoyo de las mayorías.
Además, hemos argumentado hasta el cansancio que tampoco era conveniente centrar todos los esfuerzos en el trámite de leyes sin contar con mayorías en el Congreso, porque esa estrategia llevaba a las fuerzas progresistas y de izquierda a un terreno pantanoso y farragoso, en donde la burguesía burocrática tenía todas las de ganar. Como ha ocurrido. Con el agravante de que esas alianzas que se han hecho con representantes de los partidos tradicionales (liberales, conservadores, La U, otros) han servido para enlodar la imagen del gobierno y darle alas a la corrupción.
La forma como se resolvió el “paro camionero” es una demostración de que sí es posible encontrarse con otros sectores sociales y productivos (pequeños y medianos productores y empresarios rurales y urbanos) y, además, que el gobierno cuenta con instrumentos y herramientas legales para avanzar, “en los hechos y no tanto en las palabras”, con muchas de sus políticas en beneficio de los trabajadores y de los sectores productivos de nuestro país.
Podemos también insistir en que nuestro presidente Gustavo Petro tiende a utilizar la confrontación y la provocación para unificar, potenciar y movilizar a sus bases sociales y políticas. Ello le ha dado buenos resultados en anteriores ejercicios, pero, los poderosos de este país conocen esa estrategia, la vivieron con el procurador Ordóñez y no van a caer en actuaciones que, en vez de “tumbar a Petro”, lo fortalezcan hasta convertirlo en una víctima y en un mártir de la democracia.
Las clases dominantes también aprenden y saben que tienen que “andar pianito”. Que Petro y lo mejor de su gente, han logrado aprender sobre la marcha y que las expectativas generadas por la llegada de un gobierno progresista no están muertas, están latentes y vivas, y si ellos se equivocan pueden desencadenar una avalancha social que temen y quieren evitar. Además, los “gringos” –que son los que realmente les dan las órdenes– no quieren repetir experiencias pasadas, y todavía están a la expectativa, mucho más cuando están enfrentando una amenaza antidemocrática en su propia nación (Trump).
Las lecciones del “paro camionero” son muchas y deben ser estudiadas y visibilizadas. Una que es también muy importante tiene que ver con el uso de la fuerza de coerción (policía y ejército). A veces es necesario hacerlo, con prudencia y moderación, cuando el interés colectivo y general está en peligro o riesgo de ser violentado. Es necesario que el pueblo entienda que el gobierno quiere la paz y la reconciliación, que no le gusta reprimir, pero que tampoco puede pasarse de ingenuo y de pendejo. Y esa lección debe servir para los procesos de paz.
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