Pocos olvidan que para mediados de 1982 Pablo Escobar recorrió los pasillos del Congreso de la República en calidad de suplente del representante a la Cámara Jairo Ortega.
Apoyado en el Movimiento de Renovación Liberal y esgrimiendo “el civismo, el nacionalismo, y los programas sociales, ecológicos y deportivos” como banderas ideológicas, el capo arribó al capitolio convencido de que ese sería el primer peldaño para llegar a la Casa de Nariño.
Pero su aventura política -como actor titular, claro está- se vio truncada por los cuestionamientos de Rodrigo Lara Bonilla y tras una intensa presión, el 20 de enero de 1984 anunció su retiro de la política.
A cuarenta años de ese episodio, la omnipresente imagen del capo sigue vigente en nuestra convulsa historia nacional, ya sea, como el vivo retrato de un poderoso criminal que estuvo ad portas de doblegar al Estado y sus instituciones dejando en el camino una estela de miles de víctimas, o como una especie de “Robin Hood” que se granjeó respaldo social al liderar campañas enfocadas en entrega de casas y centros deportivos en barrios vulnerables de Medellín y Envigado.
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Quisiera creer que la primera imagen es la que se sobrepone en el imaginario colectivo al momento de precisar el legado de Escobar en la historia reciente del país; sin embargo, aquel aura de “Robin Hood paisa” sigue teniendo fuerza en algunos entornos barriales y populares que no solo legitiman los alcances de su accionar criminal, sino que además, a raíz de un merchandising asociado a series de televisión, películas y libros, ha generado un renglón en la economía informal que se traduce en el comercio de cuanto producto se pueda adaptar a su imagen o la de alguno de sus lugartenientes.
Es la expresión comercial de una cuestionable cultura mafiosa. Consumida, inicialmente, pero no de forma excluyente, por turistas nacionales y extranjeros que, atraídos por las series o por la dicotomía existencial encarnada en “El Patrón” -entre ángel y demonio-, encuentran en las “artesanías de Escobar” el formidable recuerdo de un viaje a la ciudad de la eterna primavera, o si se quiere, la validación de un repertorio criminal que apropia sentidos artificiales arraigados en el ethos paisa. Aquello del “hacer plata, mijito”; el todo vale; o la “malicia indígena”, sentidos muy arraigados en el perfil humano y criminal de Escobar.
Ahora bien, volviendo al título de la presente columna -que a bien se podría considerar inadecuado o exagerado- hago referencia a un proyecto de ley que pronto iniciará su trámite en la Cámara de Representantes -¡vaya casualidad!- y que propone ponerle un tatequieto a la expresión comercial de la cultura mafiosa, puesto que busca prohibir la comercialización, distribución y uso de productos alusivos a criminales condenados. Aunque el proyecto no se detiene solo en el capo, no me cabe la menor duda de que su imagen es la más comercializada en productos que van desde camisetas, libretas, pocillos, llaveros; etc.
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De ahí que considere que Escobar vuelve al Congreso, pero en el marco de un proyecto que de convertirse en ley, podría hacerle frente a la cultura mafiosa que se ha constituido en torno a la exaltación tanto de su imagen como de sus acciones criminales.
A pesar de que no soy amigo de los prohibicionismos, sí considero que la motivación del proyecto de ley debe situarse en el terreno de una amplia discusión pública sobre la representación de figuras criminales con cierta carga histórica.
Porque tampoco creo que sea acertado hacerle frente a una práctica cultural con la prohibición a rajatabla de una actividad comercial, en el entendido de que las sanciones o multas pueden regular o disuadir eventuales escenarios de comercialización -que podrían migrar hacia mercados negros-, pero de entrada no resignifica criterios de representación o si acaso deconstruye imaginarios apologéticos a la violencia.
No sé qué tanto la norma pueda alterar las dimensiones de una práctica cultural si persisten niveles de legitimación en barriadas populares o la misma demanda comercial. Lo dudo. Lo ideal sería que como sociedad lleguemos a un consenso equilibrado sobre la forma más adecuada de representar en la espacialidad de los imaginarios a aquellos criminales condenados; personalmente, considero que el respeto por la memoria de las víctimas debe ser el punto de partida para iniciar esa discusión, y en relación a Pablo Escobar, nunca con imágenes que exalten o hagan apología a su accionar criminal.
Por el momento, la discusión se empezará a dar en el foro democrático donde el mismo Escobar arribó hace cuarenta años investido en un discurso de “civilidad”. Y es por civilidad que el Congreso de la República debe hacerle frente a la expresión comercial de una cultura mafiosa que se ha constituido en torno a un legado profundamente criminal. Ya veremos.