Con lo que ha pasado en Venezuela, un robo monumental y descarado, me queda muy claro que las dictaduras se empiezan a construir cuando se impone la miseria espiritual. Este sentimiento de aparente igualdad, según mi humilde opinión, se empieza a construir cuando se lumpeniza a la sociedad, hasta el punto de condicionar su libertad financiera y la capacidad de modelar una vida en la que se pueda elegir por cuenta propia.
Planteo lo anterior porque el gobernante de izquierda –ese que llega al poder por medio de la vía democrática, pero que después busca aferrarse al poder violenta y vanidosamente–, de por sí se cree un filósofo del mundo contemporáneo.
En primer lugar, se opone al capitalismo, creyendo que a través del libre mercado se aburguesan los incautos que creen en él.
En segundo lugar, cuestiona cualquier pensamiento diferente al de izquierda, bajo la consigna de qué el capitalismo es el responsable de los actuales problemas de la humanidad; y, en tercer lugar, es un narcisista incompetente que impone un pensamiento que paulatinamente destruye todo impulso de progreso. Es todo un discurso de la pobreza, idealizado hasta el infinito.
Escucho a Petro, y más me doy cuenta de todo ello. Se opone al triunfo, al éxito bien logrado; quiere que las personas piensen como él y, por supuesto, que caigan en un estado de improductividad, algo común en todo simpatizante de la izquierda.
Según él, las justas deportivas imponen la desigualdad –de allí nuestro pobre desempeño en las olimpiadas–, y el progreso no se puede ver reflejado en las filas de un supermercado: así les habla a los deportistas paraolímpicos.
No voy a polemizar sobre si el discapacitado puede competir con el que no lo es, me interesa que se entienda que para el presidente es más importante que la sociedad no tenga la capacidad de progresar, simplemente porque es más importante tenerla atada a la pobreza.
Todo aquello que se oponga al trabajo y a la libre elección, lo repito, no es más que miseria espiritual, la miseria real que llevó al pueblo venezolano –el otrora más rico del sur del continente– al estado en el que hoy se encuentra.
Se debe decir que una vez que este pensamiento se ha desplegado como virus fatal, salir de su propagación se hace difícil. El venezolano, por ejemplo, quiere liberarse de una vez portadas de esta plaga, pero el daño es tan grande que aun eligiendo libremente lo roban, tal como hizo Maduro en ese domingo triste para la democracia mundial. Indignante realidad, pero hay que decirla.
En conclusión, si los colombianos no abrimos los ojos y cerramos nuestros oídos a este canto de sirena, lo más probable es que los próximos en salir a pelear por la libertad seamos nosotros, que tenemos que aguantarnos a un aspirante a dictador que hasta hace poco vivía en Chía, pero ahora reniega de la riqueza. Son las paradojas del poder, el sentir del hombre de izquierda que preparó un plan para destruir al hombre trabajador.