El discurso del presidente Gustavo Petro en la instalación del Congreso el pasado 20 de julio fue más interesante por lo que no dijo que por lo que dijo. Lo que dijo es lo que todos los presidentes de la República dicen en esa solemne ocasión: hacen un balance de las cosas buenas alcanzadas que nunca faltan, omiten lo desagradable y reiteran los principios de sus programas. Por lo general producen la impresión de estar hablando de un país distinto del que perciben muchos colombianos agobiados por los problemas y por supuesto, uno muy distinto del que predica la oposición.
Así ha sido desde que esa ceremonia protocolaria existe. El presidente tiene todo el derecho a dorar su cuento y la oposición a desvirtuarlo. Es el juego normal del debate parlamentario. El solo hecho de que esa ceremonia exista, llena de cortesías y simbolismos, es una buena noticia para la democracia porque pone en evidencia la importancia de la separación de poderes, aunque cada fecha refleja una situación política diferente. No es lo mismo la instalación de Congreso al principio de una gestión que en la mitad o al final, que es una despedida.
El discurso de la mitad del mandato es particularmente crítico porque dados los tiempos de la administración pública a esas alturas lo que no se hizo o está en plena marcha ya no fue. Plantear un nuevo arranque refresca la política, pero corre con el calendario en contra. El presidente propone de nuevo un acuerdo nacional sobre temas de competencia del Congreso que enumera y que dependen de que una mayoría parlamentaria los apruebe: un plan de reactivación económica, que requiere además el concurso de los empresarios; la implementación del acuerdo de paz, tan dilatada; y la agenda social. Se presentará de nuevo la reforma la salud, esta vez concertada; a la justicia, a la educación superior, a la ley de servicios públicos y a la legislación agraria. Ya veremos que sucede con cada una de esas propuestas, ninguna fácil y ninguna con el camino despejado.
El discurso de la mitad del mandato es particularmente crítico porque dados los tiempos de la administración pública a esas alturas lo que no se hizo o está en plena marcha ya no fue
Pero lo que no dijo si fue muy importante. No mencionó la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente, por dentro o por fuera del congreso, ni de un fast track para la aprobación de las propuestas (que requiere una reforma constitucional), ni una denuncia ante las Naciones Unidas del acuerdo de paz con las Farc, todos temas que han ocupado la actualidad política nacional en los últimos tiempos. Curiosamente, no mencionó ni siquiera el poder constituyente, que para él reside exclusivamente en las organizaciones populares. El nuevo ministro del Interior, una voz sensata en la confusión reinante, ya había anticipado que la Asamblea Constituyente en caso de ser convocada se haría dentro de lo ordenado por la Constitución, que requeriría de un acuerdo nacional previo que hoy no existe, unas mayorías parlamentarias que tampoco existen y que le correspondería ejecutarla al próximo gobierno por puras razones de tiempo, dada la complejidad del proceso legal.
Del fast track el propio presidente dijo (como ya lo había dicho el ministro del Interior) que se trataba de usar los mecanismos existentes del Congreso para acelerar el trámite de las leyes, como los mensajes de urgencia, no de hacer una reforma constitucional para aprobarlas, para lo cual tampoco da el tiempo, pues se requerirían dos legislatura y ocho debates. Y sobre el acuerdo de paz, su denuncia se cambió por un informe a las Naciones Unidas sobre sus avances y del mayor tiempo necesario para su implementación. La legislación agraria que se propone es parte de ese proceso.
O sea, ni poder constituyente, ni asamblea constituyente, ni fast track, ni denuncia internacional del proceso de paz. Todo lo cual no es otra cosa que un aterrizaje forzoso en el realismo político. No fue un discurso desafiante, como tantos otros, sino en tono conciliador. Con excusas por los escándalos de corrupción, incluidas. No fue un detalle menor que lo hubiera improvisado, sin dejarse llevar por la emoción de la oratoria, haciendo claridad sobre lo que quiere hacer, invitando a todas las fuerzas políticas y sociales a sentase a conversar sobre esas iniciativas y dando el descanso eterno con su silencio a tanta controversia innecesaria.
Fue en el fondo un reconocimiento presidencial respetuoso a la separación de poderes, a las funciones del Congreso y de las Cortes, y sobre todo, aunque de manera muy tardía, al hecho de que su partido es una fuerza minoritaria en el legislativo. El hecho tozudo es que lo que pueda alcanzar a hacer en el tiempo que le resta depende del acuerdo nacional de que tanto se ha hablado en los dos años anteriores, que esta pasado de hacerse y sin el cual el gobierno pasaría a la historia prácticamente en blanco.