Malditos poetas de provincia
Opinión

Malditos poetas de provincia

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mayo 14, 2015
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Se reunían en el parque central los últimos que creyeron ser poetas. Entre las mochilas manchadas de moscatel iban sacando unos papeles amarillentos llenos de pequeñas garrapatas que eran sus letras. Se declamaban los unos a los otros y con los restos de hojas que soltaban los pocos árboles que quedaban en pie, se hacían una corona de laurel. No había un ganador porque todos lo eran al ser sobrevivientes.

Qué sofisticados eran los últimos poetas. Cuando acababa la noche se encerraba cada uno en su cuarto a analizar la última obra del gran Demóstenes Ordóñez, llena de hojas en blanco que reflejaba el silencio de una época “El sonido que queda después de una gran explosión”. Se aprendían de memoria las hojas sin palabras y se paraban en medio de ese sol abrazador del mediodía, en las estalactitas del parque a quedarse quietos, como estatuas, por que era la única forma que tenían de honrar al poeta mayor que en ese entonces había emigrado a Varsovia a llevar su legado e intentar conseguir adeptos para una causa que no entendían y después morir en la miseria en la soledad de sus cuartos pulgosos.

La pereza es la madre de todas las virtudes. En la pereza puedes pensar, la inacción es el bien máximo pero hay que merecerla y yo no estoy seguro si los últimos poetas la merecían. Es más, no estoy seguro si los últimos poetas eran en realidad poetas. Era muy pequeño para recordarlo. Mi papá tenía una tienda y yo me divertía atendiéndola porque de paso me podía comer todo el chocolate sin que él se pudiera dar cuenta. Los viernes en la noche pasaban los poetas y dejaban una ruma de monedas de cobre y compraban un par de botellas de moscatel. A mí me llamaba la atención el pelo que les caía por los hombros y esas barbas largas y sucias que exhibían con tanto orgullo. Mi papá los veía con desconfianza decía: “Esta época requiere otro tipo de ayuda, ya no necesitamos poetas, necesitamos hombres de verdad que ayuden a construir una ciudad”. La verdad la ciudad ya estaba en ruinas, la guerra había destruido todos los caminos de acceso y ya no llegaban los camiones con comida. Mi padre había cometido el peor de los delitos que se pueden cometer en época de hambruna:  acaparar, pero gracias a esa iniciativa nosotros no pasamos hambre y con el tiempo heredé esta fortuna que me tiene confinado en un palacete de vidrio, alejado de los hombres. Toda fortuna se cimenta sobre la desgracia de los otros, todo rico tiene las manos untadas de sangre. Eso me alejó mucho de mi padre porque no lo entendía, no sabía del amor que sentía a la familia y cuando los poetas comenzaron a morir yo me acerqué a ellos porque sentía esa angustia y compuse un par de versos donde arremetía contra los poderosos y fui al parque donde solo tres poetas quedaban vivos y ya no hacían sus homenajes a Demóstenes Ordóñez. Estaban tendidos fumando unos cigarrillos que destilaban un olor a cuero. Sin saludarlos me les planté y leí mi diatriba. A la tercera estrofa el que era más viejo se levantó y dijo “es muy tarde para las palabras” y se levantaron y me dejaron solo y de la rabia rompí mis versos y nunca más volví a escribir nada.

Desde entonces soy un próspero hombre de negocios que viaja por el mundo y no duda un momento en explotar al más necesitado, entendí las bondades del látigo y dejé de conmoverme por el otro ya que está más que claro que cada quien se forja su destino. De más está decir que nunca volví a ver a un poeta. Me cuentan que se acabaron.

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