Detrás de la bata blanca: el calvario silencioso de los estudiantes de Medicina

Detrás de la bata blanca: el calvario silencioso de los estudiantes de Medicina

La reciente tragedia de la residente de cirugía de la Javeriana, evidencia el maltrato psicológico que padecen los estudiantes de medicina en Colombia

Por: Diana Bermúdez
julio 24, 2024
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Detrás de la bata blanca: el calvario silencioso de los estudiantes de Medicina

La reciente tragedia de Catalina Gutiérrez Zuluaga, una residente de cirugía de la Pontificia Universidad Javeriana, ha puesto en evidencia el maltrato psicológico que padecen los estudiantes de medicina en Colombia.

Catalina se quitó la vida dejando una nota a sus compañeros que decía "Ustedes sí pueden", lo que resalta la presión y el sufrimiento que soportan los futuros médicos del país. Esta situación no es un hecho aislado; comienza desde el pregrado y se extiende a lo largo de la residencia, dejando secuelas imborrables en los estudiantes.

Para contextualizar a quienes desconocen lo sucedido, Catalina Gutiérrez Zuluaga, una residente de cirugía, decidió poner fin a su vida, dejando una nota de aliento a sus compañeros. Aunque no dejó mensajes a sus familiares, su trágica muerte ha levantado un grito de alarma sobre la presión, el estrés y el maltrato psicológico que soportan los estudiantes de medicina en Colombia.

El silencio de las instituciones y la falta de apoyo efectivo agravan esta situación, llevando a muchos a cuestionar la humanización de la educación médica en el país. Por esta razón, he tomado el valor para compartir una agría experiencia.

Un testimonio de vida:

Hace seis años, mi vida tomó un giro inesperado durante el último año de mi carrera de medicina en una universidad privada en Pereira. Con la ilusión y el fervor de quien está a punto de alcanzar su sueño, inicié el año de internado con la esperanza de culminar una carrera en la que había brillado. Sin embargo, lo que se suponía sería una etapa de aprendizaje y crecimiento personal, se convirtió en un calvario que marcó mi alma y mi percepción de la medicina para siempre.

La tercera rotación en urgencias fue el comienzo de mi suplicio. Tras un leve accidente de tránsito que me obligó a ausentarme un par de días, un médico me advirtió: "Dra, la quieren poner a perder". Esta frase resonó en mi mente como una sentencia.

Preocupada continué y finalizando la rotación, un día llegué unos minutos tarde al turno debido a circunstancias climáticas, y dos médicos del servicio, arrogándose una autoridad que no les correspondía, me negaron el acceso al turno.

El Dr. Wilson –a quién llamaremos así para evitar cualquier tipo de conflicto- docente encargado y coordinador del servicio de urgencias, me cuestionó de manera implacable y, al no gustarle mi respuesta, me amenazó con iniciar un proceso en mi contra.

La impotencia y la frustración se apoderaron de mí y al verme sentada en una silla esperando que pasaran las horas, finalmente fui obligada a abandonar el turno dejando una cicatriz profunda en mi espíritu.

La siguiente rotación en el hospital público más importante de Pereira no fue mejor. Tras faltar dos días por una cirugía que tenía mi madre, el coordinador y docente, quien me había dado permiso previamente, intentó hacerme perder la rotación alegando mis ausencias.

Precavida por lo vivido en la rotación anterior, había grabado nuestra conversación como única forma de defensa. Aunque logré evitar mayores consecuencias, la sombra del maltrato y la desconfianza ya se cernía sobre mí.

Ginecoobstetricia fue quizás la experiencia más desgarradora. Una docente, conocida por todos como "Violencia" debido a su apellido y su despiadada reputación, decidió pisotearme y reprobar la rotación basándose en rumores y comentarios malintencionados.

Esta mujer, una figura de autoridad convertida en verdugo, humillaba y ridiculizaba a los estudiantes frente a pacientes y personal médico con una crueldad calculada. Sus palabras cortaban como cuchillos, y sus miradas de desprecio eran una constante amenaza a nuestra autoestima y dignidad, las mismas que me hicieron cuestionar mi valor y capacidad.

Cabe resaltar que no era una mala médica por falta de conocimientos; por el contrario, su competencia técnica contrastaba con su absoluta carencia de empatía y humanidad. La universidad, lejos de protegerme, respaldó sus acciones, violando el debido proceso y exponiéndome a un linchamiento emocional.

Pero el suplicio no terminó allí. El calvario continuó y la rotación de ortopedia fue la estocada final. A pesar de cumplir con horarios inhumanos y enfrentar quejas infundadas, el docente Mario – que no es su nombre real - , un hombre atrapado en su mediocridad personal, decidió que debía repetir la rotación.

Este individuo, conocido más por sus escándalos personales con internas que por su capacidad profesional, me obligó a repetir la rotación sin motivo aparente, mostrando un desprecio absoluto por mi esfuerzo y dedicación. A pesar de cumplir con horarios inhumanos y enfrentar quejas infundadas, su única respuesta fue una indiferencia cruel que me dejó sintiendo que todos mis esfuerzos habían sido en vano.

Por último, la Universidad, supuestamente un bastión de conocimiento y justicia, demostró ser todo lo contrario. El decano, una figura que debería proteger y guiar a sus estudiantes, se convirtió en un cómplice silencioso del abuso.

Ignoró mis quejas, permitió que docentes como "Violencia" y el “Dr. Mario” ejercieran su poder de manera tiránica y dejó que el maltrato psicológico se convirtiera en una norma aceptada, pues mi caso solo sería el inicio de una continuada práctica a los internos de la institución.

La universidad, en su búsqueda de mantener una fachada de excelencia, sacrificó la salud mental y emocional de sus estudiantes, violando flagrantemente el derecho a una educación de calidad, el debido proceso y la dignidad humana.

Cabe destacar que esta es la misma institución que recientemente fue sacudida por un escándalo cuando su exrector fue condenado por el asesinato de su esposa. Este hecho, lejos de ser una coincidencia aislada, refleja la podredumbre y la falta de ética que parecen permear las más altas esferas de la universidad.

Finalmente, pagué medio semestre adicional y observé, con lágrimas en los ojos, cómo mi cohorte se graduaba mientras yo quedaba atrás, atrapada en un ciclo de abuso y desilusión.

Así pues, vemos como el maltrato psicológico en la formación médica en Colombia no es un problema aislado.

Las historias de Catalina Gutiérrez Zuluaga y mi propia experiencia muestran un sistema que deshumaniza a los futuros médicos, promoviendo la competencia desleal y la falta de apoyo emocional. La humanización de la educación médica es urgente y necesaria para garantizar el bienestar de los estudiantes y, en última instancia, de los pacientes que dependerán de ellos.

Es hora de que las instituciones educativas y los responsables de la formación médica en Colombia tomen medidas concretas para abordar el maltrato psicológico. La historia de Catalina y de muchos otros estudiantes debe servir como un llamado a la acción para crear un entorno educativo más humano y compasivo, donde los futuros médicos puedan formarse sin miedo y con el apoyo necesario para convertirse en los profesionales que el país necesita.

Este tipo de maltrato no solo viola el derecho a una educación digna, sino también al debido proceso y a la salud mental y emocional de los estudiantes. La integridad y dignidad de los futuros médicos están en juego, y es responsabilidad de las instituciones educativas proteger estos derechos fundamentales.

La transformación del sistema educativo médico es imprescindible para garantizar que los estudiantes puedan formarse en un ambiente que promueva el bienestar y el respeto, reflejando los valores humanitarios que se espera de ellos como futuros profesionales de la salud.  

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