El país huele peor que maluco. El clima está recargado de nubarrones malolientes. Las permanentes reculadas que da el gobernante a sus propias propuestas, aumentan la nubosidad. Sus explicables silencios ante las confesiones judiciales que han dado los alfiles que manejaban la maquinaria de contratistas para conseguir los votos en favor de sus proyectos, asustan muchísimo más que sus amenazas de usar el fast track o de volver este 20 de julio el día del inicio frenético del poder constituyente.
Lo que se sabe que el antiguo director de la oficina de atención de desastres ha dicho ante la Corte Suprema revuelca todos los olores. El método denunciado no es novedoso. En Colombia, desde cuando se instauró la Constitución del 91 le abrieron las puertas al estado contratista. Como tal los gobernantes de cualquier orden nacional o regional, han vuelto costumbre negociar los votos afirmativos para el Proyecto de Presupuesto o para leyes determinantes y como son los contratistas los ejecutores de las inversiones o gastos, la cascada se volvió tumultuosa y llevó a perder la vergüenza en las ofertas y cumplimientos.
Lo que se ha sabido por quien parece haber obedecido órdenes del gobernante, sobrepasa los límites de la costumbre y pone a este país y a este gobierno del presidente para abajo, a oler muy maluco
Lo que se ha sabido entonces por quien parece haber obedecido órdenes del gobernante para lograr ese cometido, sobrepasa los límites de la costumbre y pone a este país y a este gobierno del presidente para abajo, a oler muy maluco. Pero no se trata solamente de la fetidez que exhala el régimen petrista. Es el vaho de la estupidez de no saber manejar el papel de contratistas que descaradamente ejercen los elegidos. Es la fetidez que no se aplaca con perfumes. Es la hediondez que no se huele para llevar a cabo las fechorías. Atacarla de raíz no se consigue con simplemente salir a la calle a protestar exhibiendo la mala memoria sobre hechos idénticos del pasado. Lo que se necesita es una modificación sustancial de nuestro contrato social y un freno absoluto, así sea despiadado, a la sinvergüencería que nos inunda.