¡Mucho gusto, soy Cristina! Me dijo una nueva vecina luego de que nos conociéramos paseando, ella a Maya y yo a Minnie, en mi nuevo vecindario.
Era mi segunda mañana en mi nueva casa, (llena de tapetes); me bajé de la cama con los ojos apenas medio abiertos, buscando a tientas el collar de Minnie, para sacarla a hacer pipí inmediatamente. Antes de que creyera que los tapetes eran baños y le quedara gustando la experiencia.
Nos mudamos a un “duplex”: una construcción antigua de tres o cuatro apartamentos juntos. Más parecida a una casa, por fuera y, por su distribución, también por dentro. Queda en el mismo barrio donde vivíamos antes, a sólo tres cuadras, pero es otro mundo. Esta es mi quinta casa en Montreal. Les cuento:
Primero viví en el corazón de la ciudad, donde confluyen sus principales arterias y palpita. A una cuadra de donde en el verano llega la famosa exposición de carros de la Fórmula 1. Diagonal a la exclusiva "tienda de departamentos" Holtrenfrew y a dos cuadras del Museo de Bellas Artes.
Entonces, llegaba de Miami y mi hija mayor tenía diez meses; en Miami, ella y yo teníamos que usar el carro para muchas cosas. En este nuevo sitio en Montreal, teníamos la posibilidad de ir a todas partes con tan solo empujar su coche.
Contrario a cualquier pronóstico para un alma caribeña, no extrañaba para nada el paseo peatonal que surcaba la bahía de Biscayne,el lugar exclusivo de nuestras caminatas. Adoraba recorrer la ciudad, por dentro y por fuera*, empujando a mi hija en el coche.
Pero esa era una vivienda temporal. De ahí nos mudamos al Viejo Puerto. Allí también pudimos llegar a muchas partes con tan sólo empujar su coche. Con la vista del río San Lorenzo, si íbamos al parque por el paseo peatonal de la calle De La Commune, o de las edificaciones más antiguas de Montreal, si íbamos a hacer otras diligencias. Varias de esas edificaciones, antes exclusivamente residenciales o de comercio, ahora tenían cafeterías y restaurantes en sus primeros pisos, donde podía sentarme a descansar en la dulce compañía de mi hija. Todo eso, en el verano. El invierno fue otra historia.
No sólo porque en septiembre la ciudad y el río se empezaron a enfriar (bastante rápido a congelar), sino por el “morning sickness” de mi segundo embarazo.
El embarazo me hizo odiar el olor a las albóndigas de la cafetería italiana que quedaba en el primer piso del moderno condómino (edificio) donde vivíamos. Por suerte, era hora de acercarse a donde quedaban los colegios y a un arriendo más barato, que correspondiera a la familia de cuatro en la que nos estábamos convirtiendo.
Nos mudamos a la calle Sherbrooke; Sherbrooke divide a la ciudad entre Sur y Norte y la atraviesa de Este a Oeste. Es decir que volvimos al centro; pero a una zona un poco más residencial. De nuevo éramos vecinos de la Fórmula 1, Holtrenfrew y el Museo de Bellas Artes. Viviendo allí, conocí a Barnie y a su amada Myriam, y quedé fascinada con Le Chateau, donde ellos vivían y yo caminaba con mi hija, para siempre. Nunca perdí la esperanza de algún día encontrarme con ellos saliendo del lujoso edificio de apartamentos.
En esa casa nació mi segunda hija, me estrené en el coche doble y, para dicha mía, en varios músculos del cuerpo que ni siquiera sabía que existían. Todos ellos, producto de estar lactando a una bebecita y empujando un coche doble y cargando bolsas de mercado al mismo tiempo.
En ese apartamento vivimos cinco años y completamos siete en Montreal. “En la filosofía metafísica de la numerología, el número 7 significa la deidad griega Atenea y la deidad romana Minerva, ambas diosas de la guerra y protectoras de la ciudad”.
No en vano ese fue el año que declaré un par de guerras; una de ellas, casualmente, a la ciudad de Montreal, y la otra, a los sistemas educativos en el mundo entero. Nada más ni nada menos. Como suele suceder en medio de las guerras, me enfermé y tuve que pasar una temporada de recuperación en Cartagena donde mis hijas tuvieron que continuar sus clases, a medias, virtualmente, pero donde tuvieron la fortuna de pasar una temporada mágica viviendo en la misma casa sus abuelos maternos, mis papás.
A nuestro regreso de Montreal, cuando yo ya estaba más o menos recuperada, nos volvimos a mudar.
Esa cuarta vez quisimos vivir en un barrio más familiar, donde hubiera un panadero, un carnicero y un zapatero con los que yo pudiera hablar y, ojalá, volverme amiga de ellos. Tuvimos suerte, los conseguimos a todos y algo más: una droguería en el primer piso del condominio (edificio). En caso de resfriado o infección estomacal de cualquier niña, o de las dos, como era frecuente, solo era bajar.
Así que nos instalamos muy cómodos y muy contentos en este nuevo apartamento; pero nada dura para siempre. La corta y agradable experiencia de vivir en esta nueva casa a la que nos acabamos de mudar, me motivó a escribir este texto. Aquí, apenas abro la puerta llego la calle con todas sus flores y terrazas, y vecinos, como Maya y Cristina. Tengo un balcón que mira hacia la calle y otro hacia los patios; en ambos me siento parte de una verdadera comunidad, incluidos los árboles y los pájaros.
Les podría seguir enumerando detalles que disfruto de esta nueva vivienda; como la ventana del lavaplatos donde puse la única orquídea que me queda viva, y a la que le auguro, ahora sí, muchas flores y larga vida. Pero lo que más quería contarles es que, una vez más, compruebo que (ustedes ya lo sabrán) no somos los mismos en todas partes.
En esta casa es donde más Sara me he sentido en Montreal.
*Montreal tiene la ciudad subterránea más grande en el mundo.