Doña Ángela, una madre putativa

Doña Ángela, una madre putativa

"En honor a la “madre” que me acoge al momento de almorzar"

Por: Carlos Andrés Molano Bravo
mayo 10, 2015
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Doña Ángela, una madre putativa
Imagen Nota Ciudadana

Hay madres de madres. Unas son biológicas, otras son adoptivas, pero doña Ángela es de otro mundo. Ese que está en la comida. Cuántos colombianos deciden tener una relación filial con la dueña de un restaurante. Este es mi caso. Aquí va, en honor a la “madre” que me acoge al momento de almorzar.
-¡Buenas!
- ¿A la orden? - Contesta una voz vieja. No puedo ver quien habla.

La luz es tenue. Las paredes son de bahareque. No todas ellas están hechas de él, pero las que son, traen un fresco que alivia. Mis ojos se fijan en un libro. No solo en él, también en los objetos que hay alrededor. Láminas del Sagrado Corazón de Jesús, un abanico que ofrece sandalias, con modelos hermosas.

-Esta mujer es estudiante de mi clase - dice el profesor que me acompaña. Le quito de sus manos el adminículo y miro los cuerpos. No reconozco quien es. No puedo participar de su apreciación artística.

Ese libro es una biblia. Manoseado por años. Se nota, porque está ajada, con varios papeles que separan sus páginas. Supongo que es lo más importante del libro. Pareciera que por siglos, sin exagerar, hubiera sido leído por millones de personas. Pero no. Cuando la fui a coger, me dijo la mesera: -Deje eso quieto; hace un movimiento con sus ojos. Le hago caso de ipso facto.

En ese instante aparece una mujer vital, la fuerza de su voz es una contradicción con su cuerpo fatigado. No puedo dejar a un lado el sonido de su andar. Arrastra lo pies, pero sin pedir permiso. Y no camina lento.

Alcanzo a escuchar al otro lado de una habitación a un comensal. Grita: -¡Señora Ángela! ¿Cuánto le debo? Ella me deja con la palabra en la boca, no me dice el menú del día y su nieta nos sirve la preparada, que es una bebida de agua fría, panela y un sabor a naranja, en el mejor de los casos.

Después de recibir el pago de quien la llamó, regresó para decir que el almuerzo es sopa de arroz, ahuyama, carne asada, arroz y ensalada. No dudé en elegir lo que ofreció. Antes de que se fuera a la cocina, no dejé de preguntarle por su salud. Su habilidad salta a la vista, su cansancio, también.

El lugar y ella son lo mismo. Han envejecido juntos. Una simbiosis entre el tiempo y el espacio. No es un agujero negro, aquel en el que todo es comprimido por la fuerza gravitacional; mejor, es una amalgama entre los objetos de la casa y el cuerpo de Ángela. Ella y la casa están viejas, pero la imaginación para una felicidad auténtica, no. De eso están hechos sus almuerzos.

En esas, mientras espero el almuerzo, una profesora de tez blanca, manos finas y un hablar refinado no pasó de la puerta al ver el lugar. Me dijeron que salió muy animada, dispuesta a compartir con sus colegas, pero la recibió el esposo de Doña Ángela. Es un hombre echao pa' delante, sin miedo a poner los puntos sobre las íes. Él tiene alzhéimer, la enfermedad del olvido. La maestra le hizo un recorrido desde los pies hasta la cabeza, él le hizo un gesto, saludándola. Ella temía un ataque, él temía que entrara. El viejo del olvido arrastró sus pies hasta el fondo del pasillo, se sentó en su silla rimax y se quedó perdido entre su nebulosa mental. Ella le siguió con su mirada, esperó que se sentara y ahí tomo la decisión: -Debo ir a mi casa, allá tengo todo preparado. Un gesto en su rostro dejó notar un -presunto- asco. Un misterio con el que moriré.

No le presté atención cuando lo contaron en la mesa. Entiendo a la profe, el lugar es atendido por su propia propietaria, es un almuerzo corriente, porque lo común, que le antecede a corriente, se le quitó, no sé por qué. Recuerdo a Cortázar en este sentido, un almuerzo para los corrientes, o sea para los cronopios, no para los famas.

Ya estoy en la mesa. Pongo mis manos sobre ella. Paseo mis dedos. Hundo la yema en la madera. Hay capas de grasa; es la evidencia del paso de los años. Muchos comensales han comido sobre ella. Por supuesto, no es una mesa de restaurante. Es hogareña. Una mesa con memoria. Es un objeto que ha servido bien. Es majestuosa y orgullosa. Esta es vieja. Húmeda. Las sillas son de madera, tienen un espaldar alto. Las nalgas posan sobre su cuero de vaca, eso creo. La mesa tiene una leve inclinación, pienso: “Cuando traiga la ‘preparada’ se regará”.

Sirven. Se ve delicioso. Con hambre, uno piensa lo mismo: ¡Qué rico! Las glándulas salivales preparan la boca. Estoy listo. Cuando uso la cuchara para comer, la profesora Virginia cuenta una historia fantástica. Ahí está viva la comunicación. ¡Qué pereza, no dejo de ser profesor ni en las horas de descanso!, pienso. Imagino lo que cuenta, es inevitable. Unos familiares alquilaron un avión para ir al matrimonio de su prima en Arauca. La profesora, quien tenía a su hija de meses, fue convencida para no abordar su vuelo comercial, sino irse con ellos en ese aparto, viejo y desvencijado.

Era una fiesta. Todos apretados en ese Douglas DC 3. No tenía instrumentos de navegación. Se guiaban por la geografía accidentada del pie de monte llanero. Cuenta ella que empezó a llover, era una tormenta eléctrica. Ella notó que había algo raro. El comportamiento de los pilotos y de los familiares no era usual. La profesora Virginia caminó por el estrecho pasillo, corrió la cortina y olió a licor. Estaban ebrios. En ese estado, piloteaban. Se habían unido a la fiesta de todo el grupo. En medio de ese aguacero, perdieron el contacto radial con las torres de control, no sabían en qué pista debían aterrizar para pasar la tormenta.

Logran hacerlo, en medio de la noche, sin ninguna autorización, sin instrumentos y sin iluminación. Esto es de no creer. La profesora tiene unos ojos de color verde esmeralda. Los abrió para contar lo increíble de su travesía aérea. La sopa está caliente. Sorbo con discreción. El trozo de papa criolla la soplo para adentro. Levanto mi mirada, veo a la profe y cuenta que al final todo fue feliz. Que los pilotos debían regresar a siguiente día, pero se quedaron para la fiesta y ocho días más de parranda llanera.

Las carcajadas retumban el silencio del restaurante. El olor a carne asada interrumpe nuestras risotadas, ella pasa al lado y me dice: -muéstreme las rodillas. Sin entenderle, le pido que me repita. Sin más, me replica: -No se haga el sordo. Es cierto, es que no creo lo que me dice. Cuando descifro el acertijo, le pido –inmediatamente- lo mismo. Los dos reímos. Sigue su camino para la cocina, mientras lo hace dice: -Ya les traigo más ‘preparada’ para que mojen la palabra. Con ello siento su consentimiento, aquella que solo una madre putativa da.

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