El corazón de la isla está en la laguna Big Pond donde, a mediados de los ochenta, se accidentó una avioneta que traía crías de babillas como contrabando. El abuelo de la familia propietaria del lugar, en el que hay un estupendo restaurante, un servicio turístico y una huerta de plantas medicinales, entendió que, en vez de luchar contra las hambrientas recién llegadas, había que hacerlas parte del ecosistema y se dedicó a traer crías de pescado para recomponer el orden natural de las cosas.
San Andrés ha padecido de eso en la historia nacional: una constante y a veces desesperada adaptación a fenómenos que provienen de esos aviones que parecen haberle trazado una historia no siempre feliz. Su gente, a pesar de todo, ha sabido adaptarse y luchar contra ciertas ideas culturales impuestas.
En 1822, Louis-Michel Aury, un francés nombrado con el título de «comisionado de la Marina de la Nueva Granada», que había decidido contribuir a la emancipación de las repúblicas latinoamericanas, anexionó a la causa de Bolívar el archipiélago que se convirtió en parte del sexto cantón de la Provincia de Cartagena, al firmar la constitución de Cúcuta.
Este archipiélago fue refugio de piratas y marinos desde la llegada de los primeros barcos coloniales provenientes de Europa, en el siglo xvi. Morgan es la metonimia que más se ha usado para decir que allí hay una historia de piratas de la cual hacemos parte. Allí, además, se crearon enclaves de esclavizados que fueron los primeros territorios libres de América, y que fueron castigados históricamente por ello, como ocurre aún hoy con Haití.
En 1928, el tratado Esguerra-Bárcenas trazó los límites con Nicaragua. Luego se incorporaron Roncador y Quitasueño, cayos que quedaron dentro del mar territorial colombiano.
En 1953, el presidente militar Gustavo Rojas Pinilla declaró el archipiélago puerto libre. Tres años después inauguró el aeropuerto que todavía lleva su nombre. Hay quien aún ve ese hecho como una marca en la brecha que no ha sido fácil de superar. El acto de soberanía colombiana convirtió a la isla en intendencia, junto a Providencia y Santa Catalina: un turismo curioso de gentes del interior del país hizo negocios durante los primeros sesenta. Aún hay recuerdos del hotel Casablanca y el Isleño. No era el paraíso perdido, pero había una especie de respeto por la arquitectura, el patrimonio y la historia de la gente raizal.
Según lo documenta Eduardo Sáenz Rovner, el narcotráfico en Colombia no comenzó, como se ha dicho, en los años sesenta con la bonanza marimbera, sino en los cincuenta, con antecedentes de tráfico en las islas del Caribe, como Cuba, por parte de ciudadanos colombianos y norteamericanos.
Desde los setenta, la isla de San Andrés fue usada para lo que se pensó desde los cincuenta: como un puerto libre en el cual no se pagaban impuestos por las mercancías. La isla se convirtió en un gran mercado de electrodomésticos y licores a precios libres de impuestos: las ciudades de Colombia se llenaron de una metonimia algo infame: los sanandresitos como conglomerados comerciales del contrabando, la connivencia con narcoparamilitarismo y la mirada complaciente de las autoridades.
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En los ochenta, en la isla pululaban las motos, los carros de alta gama, los edificios de vidrios polarizados y los hoteles de un lujo perecedero como el Mar Azul, donde narcos de los carteles de Medellín, primero, y luego de Cali, crearon el espejismo de una bonanza sangrienta. Y mientras tanto, la gente siguió empobreciendo.
Colombia entera arrastra esa historia dolorosa que sigue resistiendo gracias a la cultura que mantiene y permite que ese cuerpo mutilado de la nación aún mantenga su tejido social por su historia, sus símbolos y sensibilidades culturales.
Son múltiples las denuncias de muchachos isleños cooptados por el Clan del Golfo, nuevo dueño de las rutas estratégicas del narcotráfico, asesinados por atreverse a no participar, como ocurrió con Fabián Pérez Hooker, «el Hety», asesinado en marzo de 2022.
En San Andrés hay una historia guardada en los pocos armarios chinos que aún se conservan y que llegaron con la construcción del canal de Panamá. Esos muebles son la metáfora de la memoria que aún persiste, además de algunas casas que se conservan en La Loma, el North End y en San Luis, con tipologías arquitectónicas llamadas Round Top, Shed Roof, Garat y V Top.
Casas de madera de una o dos plantas, con porches y salones claroscuros, construidas sobre pilotes, típicas de ese caribe que comienza en Nueva Orleans y llega hasta las costas colombianas. Memorias de lengua creole, la gastronomía con el rondón como congregación y ceremonia del sancocho nacional isleño, la agricultura con el bread fruit como epítome de que aquí hasta el pan lo da la tierra, la música calipso y soca, una sensibilidad de ojos claros, pieles tersas y una mirada que ha hecho que esa herida producida por los aviones que han marcado su historia esté llena de belleza en todos los seres humanos que allí habitan.
La noche del 15 de noviembre de 2020, en plena pandemia, el huracán Iota destruyó el 90 % de Providencia. La reconstrucción de la isla ha sido motivo de críticas por los sobrecostos y la poca consulta previa que se hizo con la comunidad.
El Ministerio de las Culturas, junto al secretario de cultura de la isla, Carlos Robinson, acordaron intervenir el teatro Midnight Dream, y ayudar a la reconstrucción del Tom and Selaya, un centro de formación artística y cultural, donde funcionó un estupendo estudio de grabación que el Ministerio construyó en el pasado y que debe ser recuperado para las comunidades del caribe que hoy, gracias a un nuevo vuelo desde Cartagena, está cada vez más cerca.
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Asimismo, en reuniones con el secretario de Cultura de la Gobernación, y los gestores que mantuvieron durante décadas la casa de la cultura de San Andrés —que aún no termina de abrirse y a la cual el Ministerio contribuirá con la decisión de congregar a toda la comunidad en una nueva infraestructura construida en los últimos ocho años, ubicada en el sector de Punta Hansa— definimos la confluencia de la Biblioteca Nacional, el centro Batuta y las iniciativas locales para que instalen allí procesos de formación artística y cultural con una inversión total de 2835 millones de pesos que apoyan festivales como el Green Moon Festival, o la Feria Insular del Libro de San Andrés Islas (FILSAI), o el Festival de Teatro, así como la llegada del programa Sonidos para la Construcción de Paz a cuatro colegios en San Andrés y dos en Providencia: clases, instrumentos y profesores para los niños, niñas y jóvenes.
Además de una decidida inversión pública, hoy se hace necesario que quienes hemos ido a las islas desde el continente con las ideas peregrinas de una temporada en la playa, una oportunidad de comprar mercancías o una discusión territorial sobre una soberanía que debe ser expresada en términos concretos, entendamos que nuestra mirada sobre este territorio debe resignificarse para reivindicar a quienes siguen allí resistiendo: decenas de gestores y gestoras culturales están dispuestas a unirse en un frente que reivindique las inmensas posibilidades que tienen las islas de convertirse en destino cultural.
Quizás así el rondón se haga con todos y en ese caldo una lengua, una manera de estar y de sentir, que soñaba con mares de siete colores, barracudas y criaturas fabulosas, sea de nuevo una idea de nación en la cual ninguna mujer u hombre vuelva a ser una isla.