Muchos abren la Constitución a conveniencia. Desdeñan de ella cuando no se ajusta a sus intereses políticos y, se vanaglorian cuando les favorece. Se ha notado por ejemplo, una crítica muy incisiva a los camioneros de Nariño por el paro de estos días, pero una noble condescendencia con los 46 bloqueos que llevan los indígenas en el Cauca en 2024; el derecho a la protesta es entonces de aplicación selectiva. Los que antes defendían a ultranza las libertades de prensa y expresión; ahora dicen que es necesario un límite. Los fallos juidiciales o las decisiones de la Procuraduría sólo sirven si afectan al opositor político. Cómo añoramos una constitución tipo sastre que se ajuste solo a nuestros intereses.
En alguna de las 70.000 entradas de la famosa enciclopedia liderada por Rousseau, Voltaire y Diderot se lee que “el ser humano puede conseguir cuanto quiere a través de la sabiduría y la razón”. Sin embargo, en Colombia nadie ha osado proponer una revolución educativa y cultural. Dicen en el argot médico que un buen diagnóstico es la mitad del tratamiento, pero tampoco nos hemos dado cuenta que nuestro principal padecimiento es el odio político y por desgracia los encargados de tratarlo no hacen sino azuzarlo para que empeore. La Constitución de 1991 ha sido la brújula que ha orientado el funcionamiento institucional en estos 33 años y es un deber patriótico defenderla, así muchos pretendan descargar sobre ella sus apasionamientos y frustraciones. Los más interesados en cambiarla son aquellos que nunca la han leído o paradójicamente los que más se han servido de ella.
Felices 33 años y larga vida a nuestra Constitución.