En homenaje a las más de quinientas personas que perdieron la vida en la tragedia natural más grande de Colombia; Quebrada blanca, el 28 de junio de 1974. Un homenaje a mi amigo Manuel Orozco, compositor de: Quebrada blanca, poema que hoy cumple también 50 años. ¡Gracias maestro!
La noche del jueves 27 de junio Toribio no cerró los ojos, se tumbó en la cama con la cara hacia arriba, apretó la gorra contra el pecho y se dispuso a contemplar la luna por la ventana. Su concentración la usurpaba tan solo el respirar porque cada inhalación se impregnaba de cuero y sudor, aromas que nunca abandonaron su sombrero. Al día siguiente cumpliría un sueño; regresar a Paz de Ariporo y pasar allí una temporada, no sin antes conocer la mística Villavicencio a la que referían como: “La puerta del llano”; despensa agrícola, ganadera e hídrica del país.
Era su cumpleaños y exigió lo que hubiera pedido cualquier llanero al que le fue arrebatada la placidez de crecer en su tierra. Elías, su padre, no pudo negarse y consideró que todo se confabulaba para dar al muchacho el regalo que merecía. Por un lado, su natalicio era el 28 de junio que ese año era viernes, el fin de semana se celebraban las fiestas de San Pedro y San Pablo, Toribio estaba en sus vacaciones escolares y para cerrar el hermoso círculo de buenas coincidencias, cumplía quince; un buen número para empezar a echar raíces en caso de que no quisiera devolverse. Al fin y al cabo, lo formaron para que “supiera defenderse solo”.
Desde recién nacido, el viejo campesino de manos curtidas por el trabajo en la tierra y que ahora tenía arrugas profundas, le contó historias sobre las vastas llanuras que empezaban en el pie de monte y se extendían cientos de kilómetros desde la falda de las montañas hasta que no podían seguirse con la vista. Toribio imaginaba la extensión infinita de su llano y que la tierra y el cielo se fundían en un abrazo sin fin, por eso, la víspera del viaje prefirió recorrer con su mirada el dorso de la luna sospechando que en el “paraíso” se vería más clara. Revisaba los mapas con ojos curiosos, trazando mentalmente la ruta que lo llevaría desde su pequeño pueblo hasta el llano. Soñaba con atravesar los bosques frondosos, cruzar ríos caudalosos y finalmente llegar a ese mundo plano y extenso donde los caballos galopan libres y el viento susurra secretos patrimoniales.
Recordó el parrando con el que festejaron sus catorce un año atrás, en el que repartieron una mamona con plátano y yuca que extendieron en una mesa sobre hojas frescas de cambur. ¡Cómo olvidarlo! Esa noche se ganó el derecho a degustar bebidas alcohólicas en honor a su hombría; bebió masato, guarapo, chicha, vino de palma y aguardiente y al día siguiente lo levantaron con un caldo de agujas que engulló con el estómago revuelto y la felicidad de ser todo un varón. “Bienvenido al llano, hijo —había gritado su padre en medio de la fiesta — Aquí, la tierra nos habla y el joropo nos hace bailar y aunque estemos lejos lo llevamos en el alma y en cada cosa que hacemos. Le prometo que para sus quince estará desandando esas tierras y las conocerá mejor que todos nosotros juntos”. Los demás rieron y levantaron las totumas que colgaban del cuello para llenarlas, beber otro trago y zapatear un joropo.
La tradición se desplegaba ante los ojos de Toribio como un abanico de colores y sonidos que se expresaban en cuatros, capachos y armonías vocales. Ese día amanecieron alrededor de un fogón hecho en la tierra y un viejo cantor entonó décimas que hablaban de amores imposibles, caballos salvajes, el aroma de la sabana, las aves, los árboles del camino y la honradez del llanero. Vivían en una finca a escasas horas de Bogotá y en ella preservaron la cultura como lo más sagrado, comiendo lo típico, realizando faenas similares y durmiendo en chinchorros tejidos con hilos de esperanza.
Cuanto más recordaba Toribio su último cumpleaños, menos sueño tenía y la excitación de partir al día siguiente lo llenaba todo. A las cuatro de la mañana se acercó a su padre que merodeaba el patio y cruzaron algunas palabras.
—¿Podré colear? — preguntó—.
—Eso depende de su fuerza y habilidad para dominar un caballo fornido y un toro bravo.
—He practicado muchas veces, así sea en un corral y no en la manga. Imagino la gente gritando, aplaudiendo y vitoreando a este llanero que sí sabe montar caballo.
—Eso es sentir la fuerza del llano en los huesos, mijo, la misma que lo impulsa a atravesar las montañas. Por ahora ¡vamos! Conoceremos el puente que inauguraron el año pasado en la Quebrada Blanca. Dicen que es muy moderno y que por él pasan cientos de camiones repletos de cerdo y ganado todo el día, más los carros de la gente ¡claro! Todos quieren conocer el llano.
A la charla se unió la mamá Rosa y la hermana Luz Marina preocupadas por las noticias del último mes que, aunque escasas, se ventilaban en “La voz del llano”, pero era tal la alegría de Toribio que no quisieron opacarla con imaginaciones. Minutos después los viajeros emprendieron la aventura con un pollero lleno de bastimento por si algo pasaba en esa carretera; no era un secreto para nadie que la tierra se movía constantemente y los pequeños derrumbes tapaban de tanto en tanto el paso, por eso la inauguración del puente en 1973 los llenó de confianza. El niño miraba por la ventanilla maravillado por la carretera que se adentraba en las montañas y los árboles se cerraban sobre él como un túnel verde mientras el aire se volvía más puro a medida que descendían y su corazón latía al ritmo de tambores invisibles que resonaban en su mente. El llano estaba lleno de secretos y él estaba decidido a descubrirlos.
Hacia las once de la mañana llegaron a Guayabetal y se encontraron con un atasco descomunal; un cierre preventivo tenía represados más de cien vehículos por cada lado esperando que dieran paso, pero al cabo de una hora lo único que se movían eran las hojas de los árboles y vendedores de paletas de agua y quesillos.
El autobús se detuvo en un punto de control y el conductor les informó sobre un pequeño derrumbe. Toribio miró por la ventana y vio la tierra desgarrada, pequeños árboles caídos y rocas de tamaño mediano esparcidas. “Son pequeñas lágrimas de la montaña” —pensó— seguro se emocionó y me quiere dar la bienvenida.
Al medio día bajó del bus con las piernas entumecidas, respiró el aire que circulaba por ese gran cañón y se emocionó porque detrás de las gigantescas montañas, a menos de una hora de camino se hallaba la capital del Meta. En medio de la emoción sintió que el río Negro rugía a lo lejos y quienes también lo percibieron bajaron del vehículo y se agruparon en silencio. Cuando vieron la hilera de carros en los dos sentidos de la vía comprendieron que si la montaña se agitaba no tendrían escapatoria. Algunos lloraban, otros rezaban y Toribio sintió un nudo en la garganta cuando a la una de la tarde se impartió la orden de evacuación desde un megáfono que cargaba el pasajero de una motocicleta que subía y bajaba. No comprendieron todas las palabras, apenas: “evacuar”, “derrumbe”, “dieciocho centímetros”.
Hacia las dos de la tarde se empezó a mover la fila y todos retornaron a los carros sonriendo y vitoreando: “Dios es grande”, “yo sabía que no iba a pasar nada”, “Nos fuimos”, pero el optimismo acabó cuando a escasos metros pararon. El bullicio y el tenue movimiento obedeció a la orden de dar paso a una comisión que de Villavicencio se dirigía a Pereira con el objetivo de buscar los juegos Atlánticos Nacionales y por ser empleados oficiales tenían orden y prioridad de pasar, se rumoró incluso que el propio gobernador encabezaba la delegación.
Los demás protestaron, se sulfuraron e intentaron pasar por encima de la policía, otros no quisieron moverse para no perder el turno y los que intentaron regresar hacia Bogotá o a Villavicencio formaron un nudo y un embotellamiento del cual al cabo de veinte minutos nadie salía.
Después de las tres de la tarde enmudecieron. Un estruendo ensordecedor terminó la poca armonía. Se produjo una desmedida ola de viento que al chocar con las montañas y las rocas provocó explosiones, tocó el piso y ante la vista de todos se elevaron buses, camiones, carros que ondulaban en el aire mientras de ellos se desprendían cuerpos, cerdos, vacas, caballos, botellas y toda clase de alimentos que transportaban y que al caer fueron tapados por el derrumbe. Después de la onda explosiva se tornó oscuro y comenzó a llover por la parte alta, la quebrada creció y hacia las seis de la tarde se formó una avalancha de lodo que terminó con todo lo demás.
El bus en que viajaban Toribio y Elías estaba a doscientos metros del epicentro y atónitos esperaban el momento en que llegara a ellos la ola de escombros. Elías divisó a lo lejos unos tubos de drenaje que hacían parte de la obra y pensó que dentro de ellos se salvaría. Lo mismo creyeron al menos cien personas que partieron a refugiarse dentro.
El joven quiso correr en la misma dirección, pero el suelo tembló y se abrió bajo sus pies. Rocas y tierra se desprendieron de la ladera, cayendo en cascada hacia el fondo de la quebrada. El ruido era atronador, como si la montaña misma estuviera colapsando. Las ramas de los árboles se rompieron mientras las rocas las golpeaban. El agua, antes tranquila, se convirtió en un torbellino de lodo y escombros. El olor a tierra y vegetación inundó sus sentidos. Se aferró a una raíz cercana sintiendo cómo la tierra se deslizaba bajo sus dedos. El despeñe continuó durante lo que pareció una eternidad, pero en realidad fue solo unos minutos. Finalmente, todo quedó en silencio, excepto por el goteo del agua y el chirriar de las ramas rotas.
Miró hacia abajo y vio la devastación: cabezas sobresalientes del lodo pidiendo auxilio y el cuerpo enterrado; un espectáculo dantesco; cerdos, matas, gente, árboles arrancados de raíz, piedras gigantes bloqueando el camino y una nube de polvo flotando en el aire. El paisaje había cambiado por completo en un instante y su padre no estaba por ninguna parte. En la estampida se separaron sin manera de retornar el uno por el otro y Elías tenía la esperanza de que su hijo corría con el grupo que finalmente alcanzó la tubería en medio de risas; felices, haciendo señales de triunfo con las manos, los ojos, la cruz en la frente y bendiciones al cielo y en medio de la euforia, quizá no sintieron dolor cuando fueron aplastados por el derrumbe.
Toribio corría de un lado a otro esquivando grandes y pequeñas piedras y partes de los cuerpos mutilados de personas de todas las edades y animales de toda especie. El suelo saturado por las lluvias crujía bajo sus pies mientras avanzaba por el borde de la quebrada y en medio de la tragedia le pareció que el sonido del agua corriendo se mezclaba con el canto de los pájaros formando una sinfonía natural que le animaba a seguir vivo. “Caminaré sin parar y en pocos metros alcanzaré el lado opuesto” —pensaba— “Llegaré a Villavicencio y a mi natal Paz de Ariporo”. Minutos después el puente nuevo se desplomó y la estructura se esparció por la orilla del río y quienes debían atravesar tuvieron que hacerlo por un camino improvisado de guafas y otras clases de madera.
Perdió el sentido y cuando despertó se halló en una ambulancia camino a Villavicencio. Tenia la imagen de la implacable fuerza de la naturaleza, la fragilidad de nuestra existencia frente a ella. El derrumbe dejó una marca indeleble en su memoria y nunca olvidaría cada ruido, cada roca, cada movimiento, los gritos de la gente, la impotencia de auxilio y la esperanza de los que respiraban enterrados en el lodo y que solo podían mover sus débiles cabezas. Cuando finalmente cruzó la Cordillera Oriental y pisó el llano, sintió una mezcla de emoción y melancolía. Las llanuras se extendían hasta donde alcanzaba la vista, y el viento soplaba con fuerza, como si llevara consigo los suspiros de aquellos que nunca regresaron.
Cincuenta años pasaron y cada 28 de junio visita el lugar en que murieron tantos que fue declarado “camposanto” y deja sonar el poema sentido de Manuel Orozco que lleva su propio nombre: “Quebrada blanca” y que fue vetado y prohibido en 1974 por el gobierno central y sus representantes y no podía transmitirse en medios públicos por ser considerado una acusación a una tragedia anunciada. Cada año se arrodilla en la tierra reseca y deja que las lágrimas se mezclen con el polvo que puede ser aún pavesa de su padre. Años después de la tragedia cuando la tierra se movió y los tubos salieron a flote, dentro de ellos encontraron huesos triturados mezclados con ropa y accesorios. Toribio frente a la tumba de su padre recita los versos del poema:
Arpa maestro que me mata el sentimiento...
Hoy estoy muy compungido
y el corazón se me ensancha
porque en el sitio iracundo
llamado Quebrada blanca
se marcharon para siempre
en el fondo de la parca
muchas vidas inocentes
buenas y tal vez malas
llevando consigo mismas
su vivir y su esperanza
dejando para los suyos
solo angustias en el alma
y un poema de amargura
pa' la historia colombiana.
Quien quisiera con mis versos
dibujar con mis palabras
aquel fatídico día
en que montaña y quebrada
en un formidable dúo
movido por fuerza extraña
pusieron un grado más
de dolor y de desgracia
marginamiento y olvido
a mi linda tierra llana
Dejándonos ahora si
atados en cuatro patas
porque el único culpable
es el centro de mi patria
que solo ha sido promesas
y siempre la misma vaina.
El que no llora no mama
aunque este junto a la mama
mi llano nunca ha “llorao”
pues por el llora su hazaña
o ya pasaron por alto
las épocas de añoranza
cuando valientes llaneros
en el pantano de Vargas
se jugaban el pellejo
para gloria de mi patria
y llegar a ser un día
como hermanos en la casa
compartir el mismo suelo
sin los distingos de casta.
Pero todo ha sido adverso
en la tierra de las garzas
que hoy recibe como pago
indiferencia y nostalgia
cuando precisa una ayuda
todos le dan la espalda
parece que se gozaran
mirándonos en desgracia
el que tanto se le debe
de esta forma se le paga
República independiente
somos en nuestra patria.
Tú tienes un potencial
en tu flora y en tu fauna
y en el seno de tu tierra
hay riquezas intocadas
y “pa” quien mas no será
sino también “pa” mi patria
pero hoy se acuerdan
por tus potros y vacas
no se ven agraviados
por otra nación extraña
porque ahí si
llano bravío
ven a empuñar tu lanza
pa que nos corte la soga
que aprieta nuestra garganta.
Hoy al mirarte así
yo no sé lo que me pasa
el pecho se pone altivo
y la sangre se me enrabia
y el sentimiento llanero
a todo mi ser embarga
no te aflijas llano mío
tu eres grande y no te ufanas
pues tu misma valentía
ennoblece más tu raza
brillas con luz propia
no con velas emprestadas
y el orgullo bien fundado
hace grandes nuestras almas.
Cincuenta años en los que ha visto construir túneles, viaductos, hacer campaña los políticos con mejorar la vía, derrumbes en el mismo y en diferentes puntos y en su alma nada cambia. Conoce la dureza de la vida rural: las sequías, las inundaciones y las largas jornadas de trabajo y en cada desafío fortalece el vínculo con la tierra y su gente.
Y así, entre joropos y amaneceres, Toribio encontró su lugar en el mundo. El llano lo acogió como a un hijo pródigo y él prometió cuidarlo y amarlo hasta el último de sus días. Las estrellas brillan intensamente sobre las llanuras y la luna se ve más clara encima del paraíso. Y cuando alguien le pregunta por qué dejó todo para quedarse en el llano, Toribio responde con una sonrisa: “Porque aquí, la tierra nos habla y el joropo nos hace bailar”.