“¡Mezquinos!”. Así sentenciaba Néstor Morales desde su tribunal de BLU Radio a los maestros colombianos. Y lo hacía con toda la rabia y el menosprecio que nunca se le ha escuchado para dirigirse a los políticos corruptos, los paramilitares confesos, los contratistas deshonestos o los delincuentes comunes. “Mezquinos”, repetía Néstor, con todo el desprecio que cierta parte de la sociedad colombiana expresa por una profesión que por un lado valora como“excelsa”, mientras por otro trata como insustancial.
Porque así son los Néstor. Por un lado adulan al educador, pero por otro lo humillan.
Algunos podrán decir que esto es muestra de una simple desconexión entre las palabras y los hechos, pero creo que el actual paro de maestros ha develado que, más que una brecha, en Colombia hay una profunda hipocresía con relación al modo en que valoramos y producimos la profesión docente.
El maestro es un ser “especial”, “fundamental”, un “verdadero héroe” que realiza una labor “encomiable”. La docencia es la profesión más “bella”, en la que “radica el futuro”, la que “construye la paz”.
Pero curiosamente, en la misma Colombia que se repite esas frasecitas, los maestros viven con sueldos miserables, son tratados como sirvientes por más de un padre de familia y hasta amenazas reciben de algunos estudiantes. Y, por supuesto, deben aguantarse los insultos amplificados de cualquier periodista que considere que los profesores son “el actor más importante de la educación” y, por ello mismo, les exija permanecer callados, subyugados, en la sombra.
Que no se vea aquí contradicción alguna. El marco moral de los Néstor se reduce a una sentencia brutal y sencilla: “Amigo maestro, eres primordial para la sociedad, pero no nos interesa lo que tengas que aportar… Mientras pueda endosarte cada día a mis hijos y me los devuelvas apaciguados, tu función se ha agotado”. Los maestros son tan importantes para esta sociedad que terminan siendo completamente prescindibles; tan especiales, que nos resultan ordinarios; tan valiosos, que los tratamos como insignificantes.
Tal vez si dejáramos de tratar con esa retórica tan empalagosa a los maestros, podríamos captarlos en lo que realmente son: unos profesionales, con unos saberes y técnicas que le son propios, y unas competencias y capacidades particulares. Como los ingenieros, los arquitectos y por supuesto, amigo Néstor, como los periodistas…
Sin embargo, parecería que en Colombia ese discurso endulzado sobre la docencia tiene la función perversa de denegar la herida. Como dirían algunos psicoanalistas, los elogios solo tienen la función de ocultar algo que es inocultable y que el mismo elogio termina por revelar: que no hay tal maestro rico y mistificado en los discursos, sino cientos de miles de personas comunes y corrientes que trabajan en la docencia con la ilusión de que ello les permita vivir dignamente.
Pese a esto, los hombres como Néstor pretenden que tomemos su lenguaje lisonjero por lo que efectivamente son los maestros, y que confundamos el halago con lo que son los fallos reales y concretos en la estructura del sistema económico y cultural colombiano. Pero con lo que no contaba Néstor, es que haciendo un uso irónico de este mismo lenguaje, algunos maestros hicieran un razonamiento sencillo y también brutal: “Oye Néstor, ¿y si soy tan valioso y maravilloso para ti, por qué no me das un mayor valor?
Pero ante semejante subversión de los valores, al pobre Néstor no le quedó más opción que gritar al aire “¡Mezquino!”, como por no decir “igualado”, o “indio”, o “muertodehambre”, o cualquiera de esos otros adjetivos que seguro usa en privado pero se prohíbe decir en público.
Hace unos años, tuve un estudiante que era profesor del Distrito. A propósito de su trabajo, le pregunté cuál creía que era el mayor problema de los maestros públicos en Colombia. “Que nos sentimos unos derrotados”, me dijo. Y esa desmotivación arruina afectiva y psicológicamente al maestro y, sobre todo, horada todo el sistema educativo.
Colombia convirtió a sus maestros en un gremio de derrotados. Así que no se venga a quejar ahora, Néstor, porque esa misma sensación de derrota los haya unido.