En los años 80 en Medellín, por la misma época en la que se construyó el legendario edificio Mónaco en el barrio de Santa María de los Ángeles, se leía un grafiti en distintos puntos de la ciudad: Pablo es Pablo.Su autor, gran publicista en potencia, teníala capacidad de enviarun mensaje evocador de una fuerza sobrehumana,algo así como decir, Dios es Dios.
El grafiti no solo aparecía en los muros de adobe de las casas regaladas a los pobres por Pablo Escobar. Se veía también en otras comunas, en las unidades deportivas, en los teatros, en las escuelas, en Envigado, por muchos años su bastión, en barrios elegantes como Prado y Laureles, en El Poblado, a donde los grandes capos se habían ido a vivir. También sus parientes, amigos y subalternos, de manera que en unos años el lugar cambió de personalidad, tuvo un destino jamás imaginado y obligó a los vecinos a adaptarse a un difícil estado de cosas, creado en parte por ellos mismos.
Porque fue también por esa época, cuando en Medellín se vivió un verdadero bazar de ventas al mejor postor, es decir, a los narcos. Fueron muchas las familias quele abrieron las puertas al enemigo. Se vendían por más de lo que valían fincas de ganado en tierra caliente, fincas lecheras y de placer en tierra fría, mansiones, casas, apartamentos,antigüedades, joyas, caballos, cuadros, carros de colección, cualquier cosa. Se vendía el futuro, en muchos casos la vida.
Fue así como los habitantes del barrio de Santa María de los Ángeles, vieron cómo derriban dos de sus más hermosas mansiones para construir un edificio sobre el cual corrían toda suerte de rumores. Desde mecanismos para la fuga, hasta salas de billar para los guardaespaldas, apartamentos en los primeros pisos para ellos, piscina, canchas de tenis, sauna, jacuzzi, baño turco, cavas, bodegas para las armas, jardines que deslumbraban por su colorido, una pinacoteca. Allí, en medio de las viviendas de banqueros, industriales, arquitectos, comerciantes, médicos, llegó a vivir Pablo es Pablo. No se podía esperar que con su inmenso poder económico, con su ilimitada capacidad de intimidar, se fuera a vivir a otra parte, cuando prácticamente se le había extendido una invitación, sin saber lo peligroso que era dormir con el enemigo.
A partir del minuto en que llegó al edificio Mónaco con los carros de la mudanza, con los diseñadores de interiores, los decoradores, los curadores de arte, el ejército de guardias, criados, jardineros, con su señora y sus niños, la vida de los habitantes del barrio cambió para peor. Y todavía hoy, pasados más de treinta años siguen pagando las consecuencias, como si sufrieran una especie de maldición que parece no tener fin. Al comienzo tuvieron que acostumbrarse a las caravanas de camionetas —algo parecido por la cantidad de vehículos, la velocidad y la arrogancia, a las de los políticos de hoy—, a los misteriosos taxis que rondaban el barrio, al ambiente de perpetua vigilancia, como si ojos detrás de celosías los siguieran al salir de casa, al regresar, al sacar a los pequeños a la portería para esperar el bus. La hora más delicada era por las tardes, cuando el hijo del capo salía a mil en su cuatrimotor, sin marcar los pares ni seguir ninguna norma de tránsito, seguido por las Toyota de sus guardianes, amenazando con provocar un accidente que afortunadamente no ocurrió, porque las consecuencias habrían sido funestas.
Hasta que pasó lo que todos temían, y el edificio, y las casas vecinas, y los vehículos estacionados,y los árboles y jardines, volaron por los aires al estallar una bomba puesta allí por los enemigos de Pablo Escobar. A los estragos materiales se sumaron los sicológicos, y ya no el miedo, sino el terror, pasó a ser el compañero inseparable de todos. Poco después Pablo es Pablo comenzó su guerra contra el Estado, abandonó el edificio que pronto pasó a manos del gobierno que le ha dado diversos usos, hasta caer en el grado de abandono en el quese encuentra.
En la actualidad los vecinos del Mónaco, muchos de los cuales no habían nacido cuando el edificio fue construido, están preocupados por el anuncio de la alcaldía de poner allí el Sistema Integrado de Emergencia y Seguridad 123, y la Central de Inteligencia de la Policía. Les preocupa la presencia de uniformados armados, las patrullas que transitarán a altas velocidades para responder a las emergencias, el impacto social de una entidad estatal en lo que ellos sueñan que siga siendo un sector residencial. En otras palabras, temen que la vida vuelva a ser muy parecida a cuando tenían a Pablo es Pablo en la casa de al lado.
Estas personas tienen toda la razón en estar preocupadas y en pedir espacios de interlocución con la alcaldía, que ojalá oiga sus justificados reclamos. Pero hay un punto a considerar y es el alto grado de violencia que se vive en El Poblado. Situada en un lugar estratégico, una unidad de seguridad de la policía podría prevenir algunos de los robos, atracos y atropellos que a diario suceden.
Es la típica situación en la que ambas partes tienen la razón. Esperemos que lleguen al mejor acuerdo posible y que las malas experiencias en el barrio pasen a ser cosa del pasado.