El cantautor argentino Horacio Guarany decía que el día que más le gustaba era el domingo, pues era el día en que su padre compraba un litro de vino, se emborrachaba y se volvía extremadamente cariñoso con sus catorce hijos y su esposa; pues durante el resto de la semana su temperamento era fuerte y reacio. “Qué magia tiene el vino que hace aflorar la ternura humana” exclamaba el zorzal.
Seguramente Guarany no pretendía hacer apología del alcoholismo, sino poner de presente la altísima sensibilidad que brota cuando se conjugan la pasión y el vino.
Leer a don Juan Rulfo, a Poe, a Hemingway, evidencia que a lo mejor esas plumas trashumantes alcanzaron sus momentos cumbre al calor del vino.
Sobre Rulfo, el Nobel García Márquez diría: “desde que lo leí por primera vez, todos los demás autores me parecieron menores”. Se dice que Poe tomaba ginebra a una velocidad casi suicida; tal vez por eso plasmó en “el gato negro” su infernal encuentro con el delirium tremens. Cuando se descalifica a un político por su afición al vino, denotamos hipocresía, pues es una puerta de salida a la que se suele apelar comúnmente, incluso por los no afligidos. Benedetti decía con acierto: “porque existe el vino y el amor es cierto, porque no hay heridas que no cure el tiempo”. Cuestionar a un gobernante por tal motivo, es una tozudez que seguramente no se comete en estado de sobriedad.