Sí, así es este país, una semana estamos sedientos esperando que el agua no se agote en los embalses y a la siguiente observamos cómo las lluvias desbordan ríos, lagunas y cañadas, inundando los valles interandinos y lavando las calles de pueblos y ciudades. Así somos entre fríos y calores que disputan gobernar nuestros entornos y que a veces dulce y a veces violentamente persisten en mantenernos en inestabilidades individuales y colectivas. Nos hemos acostumbrado a vivir en una sociedad telúrica, que no para de tensionar las agresiones que habita; ese fenómeno que incide nuestro carácter social y nuestras urgencias políticas tiene varias dimensiones; observemos solo una:
Hay sequías de justicia y de igualdad, especialmente en las márgenes del país, en la Guajira donde no hay agua potable y escasea la comida para ciertos sectores, en Buenaventura que tiene un gran puerto exportador con una población precarizada en sus bordes, en las fronteras del Sur, en Nariño, Putumayo y Caquetá, donde indígenas y campesinos viven subyugados por las economías ilegales y sus respectivos actores violentos, en la frontera venezolana, donde se comparten dramas binacionales y asedian cíclicamente crisis humanitarias. En las grandes ciudades, incluyendo todas las capitales, no estamos mejor en términos de dignidad de la vida; es más, las urbes son las campeonas de la desigualdad en sus orillas, donde pululan los asentamientos humanos habitados por poblaciones sin una mínima garantía de derechos; puede decirse que esta urbanización de la desigualdad está asociada con los impactos de modelos de desarrollo y gobernabilidad basados en la violencia y el despojo en los territorios distantes de las capitales, por esa razón en un poco más de medio siglo el país arrumó sus desgracias en las esquinas y naturalizó el paisaje de pobreza que nos carcome en campos y ciudades.
Desbordes de la política que infectan la vida cotidiana, un escándalo de corrupción se supera con otro más reciente, pero con mayor escala en el robo del erario
Al lado de esas sequías hay grandes desbordes de la política que copan e incluso, aunque es fuerte decirlo, infectan la vida cotidiana. Aquí un escándalo de corrupción se supera con otro más reciente, pero con mayor escala en el robo del erario; una demanda y un juicio político a un sector se riposta con otro juicio que va direccionado en el sentido contrario; un maltrato en los medios y en las redes por cualquier expresión pública se repone con una respuesta igual de ponzoñosa contra los adversarios que se tratan más bien como enemigos; el lenguaje, los gestos, los símbolos, los relatos de la política colombiana, están desbordados, buscan tensionar la realidad cotidiana en favor de una u otra posición, pero lo hacen de forma agresiva, excluyente, de tal manera que el habitante corriente, que no tiene mayor incidencia, pero que sufre todas las consecuencias, asiste a un torneo de desencuentros perennes que confunden. Quizás ese sea el objetivo de algunos sectores: confundir.
Pues bien, uno de esos desbordes, en este caso tocando los suelos de la magistratura jurídica del país, es que la Corte Constitucional tumbó la ley que permitió crear el Ministerio de la Igualdad, asunto este que podrá tener toda la gimnasia legal del caso, pero que genera una gran distancia entre la vida de los territorios excluidos, marginados, victimizados y los cuerpos institucionales del país. En este caso, si la decisión en derecho tomada desde confortables oficinas en Bogotá no se informa de las realidades territoriales y de la importancia del ministerio como agencia de nuevo tipo, estamos alejándonos de un país digno para la juventud y las mujeres, para las etnias y los sectores campesinos y diversos de Colombia. Ojalá los agentes que impulsan estas querellas pongan las barbas en remojo y piensen bien hacia dónde nos quieren llevar. Por lo pronto yo protesto ante tanta sequía de justicia social y tanto desborde político.