El lenguaje clasista

El lenguaje clasista

Es útil recordar que, si Ignacio es el más adinerado industrial del país, y otro Ignacio es un reciclador, pues entre ellos son tocayos, con lo que eso significa

Por: JAIRO ENRIQUE VALDERRAMA VALDERRAMA
mayo 15, 2024
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
El lenguaje clasista

En una escena hipotética, un profesional de clase media llamado Ignacio se dirige a su empleada, dedicada a los oficios domésticos, y le dice: “Valeria, tráigame un café”. Sin embargo, cuando Valeria se acerca con el café entre sus manos ya dispuesta a entregárselo a su jefe, casi nadie imaginará las siguientes palabras: “Aquí está el café, Ignacio”.

En estos tiempos, es muy meritorio el esfuerzo por las reivindicaciones de los derechos de diversos sectores de la sociedad.

Muchos niños ya no son tratados como personas a quienes les limitaban el derecho a la libre expresión; las mujeres aspiran a cargos que antes estaban destinados solo a los hombres, y ellas ahora los ejercen con toda idoneidad; los afrodescendientes cuentan en la sociedad con más posibilidades de cumplir papeles destacados en el ámbito profesional; los indígenas son incluidos en las decisiones que se toman en las tierras que primero ocuparon ellos por muchos milenios; de la misma manera, quienes se declaran con inclinaciones sexuales y de género diferentes a las tradicionales empiezan a encontrar espacios para seguir su opción de vida con plena libertad.

En todo ello, no solo hay ya respaldos legales, sino que una amplia parte de la sociedad comienza a asimilar que los derechos, más que nada los privados y aquellos que implican participar en el dinamismo y en el ejercicio laboral, deben corresponder a todos los ciudadanos sin distinguir sus condiciones naturales o sus preferencias individuales.

Mientras exista un respeto ajustado a la ley y a las demás personas en cualquier tipo de relación, cada uno puede decidir (¡es su derecho!) su modo de vida sin ser molestado.

Con base en este resumido panorama, se recuerda que el trato entre los seres humanos se establece a partir del lenguaje. Desde este y con este, se envían y se reciben ideas, opiniones, estados de ánimo, felicitaciones y rechazos, así como otros reflejos de las emociones y del razonamiento.

Las palabras pronunciadas y escritas reflejan parte de la identidad de sus emisores; el leguaje describe quién es quién. No obstante, el punto más concluyente es que en este se soportan las relaciones humanas.

El lenguaje rutinario, el instintivo, el de todos los días, ese que se repite porque la cultura (desde arriba) así lo establece, da por valedero que las ideas expuestas con este corresponden a una verdad, a un hecho o a una situación incontrovertible.

Y cuando más se reiteran, más se cree que esa es la realidad; a veces, ni siquiera se intuye como una posibilidad distinta. Por eso, quizás sorprende que Valeria haya llamado por el nombre al propio Ignacio, a su patrón, a su jefe. ¿Acaso eran esperables vocativos como “don Ignacio”, “señor Ignacio” o “doctor Ignacio”, en ocasiones sin que sea doctor?

El clasismo se extiende cuando nadie le reprocha al supuesto Ignacio llamar “Valeria” a Valeria, y nada de censurable hay en ello porque ella se llama así.

Pero, si existiera una igualdad en las relaciones, ella debería seguir llamándolo “Ignacio”. Ahora, si él la llamara “doña Valeria” o, al menos, “señora Valeria” (por ahora, obviemos el “doctorado” de Valeria), para corresponder a la misma cortesía, ella quizás utilizaría “don Ignacio”, “señor Ignacio” o “doctor Ignacio”.

Ese uso del lenguaje diferenciado es discriminatorio, y más cuando el sentido de las palabras entraña una condición distinta para cada uno de los hablantes respecto a la posición socioeconómica, el cargo de poder, el origen cultural o territorial, el oficio o la profesión, entre otros factores. Ningún irrespeto es llamar a una persona por su nombre; si este se desconoce, tampoco es irrespeto decir “señor”, “señora”, “señorita”, “joven”, “niño”, etc.

Ese trato excluyente, que se da en los dos sentidos, se activa a partir de la apariencia externa de un individuo. Está tan arraigada la condición de servilismo o superioridad, que basta una conversación corta entre dos personas que apenas se conocen para perfilar de inmediato el estatus.

El lugar de residencia, de estudio o de trabajo son determinantes en este apresurado dictamen; la clase de ropa, la pulcritud en el vestir y las palabras (otra vez, el lenguaje) completan el arbitrario parecer frente a una persona. Respecto al nivel de educación, es un asunto que se tratará en otros espacios, pues basta ser un clasista reconocido para demostrar un bajísimo nivel en este campo, aunque asegure que obtuvo títulos profesionales en renombradas universidades.

Estos condicionamientos de servilismo o autoridad se renuevan porque desde los dos bandos, los discriminados y los discriminadores, se ha interiorizado la idea de que hay seres humanos superiores a otros.

En realidad, solo somos diferentes unos de otros, quizás algunos con mayor poder político, religioso, económico, físico, intelectual, de figuración social… No solo los famosos o los poderosos son “importantes”: ¡todos los seres humanos somos importantes! Es una redundancia decir “persona importante”, porque otras son famosas o reconocidas públicamente, pero eso es distinto.

La sumisión está tan aferrada, que las mismas víctimas se sienten impedidas en absoluto para llamar por el nombre al jefe.

Algunas acuden al trillado “doctor”, tan ridículo sobre todo si no hay doctorado a la vista y cuando apenas se vislumbran un precario bachillerato y una corbata mal anudada. Con ese debilucho argumento, también se diría: “Buenos días, especialista”, “¿A qué se dedica, magíster?”, “¡Diplomado, me alegra verlo!”, “¿Qué me cuenta, bachiller?”. Además, por exigir que los llamen así, se confirma en esos “doctores” que la arrogancia mide tanto como la ridiculez.

Una salvedad a este respecto está en los acuerdos laborales. En estos, la condición de subordinación con relación al jefe, al gerente, al coordinador o al director, entre otros cargos de mando, está contemplada en el derecho laboral.

Sin embargo, los vocativos para llamarse unos a otros no deben ser diferenciales ni cargar la exclusión o la inferioridad, en un sentido, ni la sumisión o el servilismo, en otro.

El director general de una cadena de almacenes bien puede ser “Pedro”, “Luis”, “Carlos” o “Ernesto” para el vigilante o el aseador en una de esas sucursales. Eso no es irrespeto ni insubordinación.

Por eso, siempre será muy útil recordar que, si Ignacio es el más adinerado industrial del país, y otro Ignacio, para sobrevivir, es un reciclador, pues entre ellos son tocayos.

*Doctor en Ciencias de la Información de la Universidad Austral (Argentina), y comunicador social y periodista de la Universidad de la Sabana (Colombia).

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