Cualquiera familiarizado con la administración pública colombiana sabe que el Estado está prácticamente diseñado para ser saqueado.
No es ningún secreto que en todas las alcaldías se negocia con el consejo a través de intercambios de servicios y contrataciones; eso que llaman "gobernabilidad": la administración central entrega contratos y, a cambio, los órganos colegiados (consejos, asambleas y congreso) aprueban los actos, ordenanzas y leyes de alcaldes, gobernadores y presidentes.
Es un círculo vicioso en el que el poder se concentra mediante una reciprocidad corrupta que garantiza la perpetuidad de los mismos clanes. No roban por casualidad, sino como un mecanismo de supervivencia; aquel que no roba, la tiene muchísimo más difícil, pues es con los recursos públicos robados que se financian campañas y se retribuyen los favores que los mantienen en el poder.
La corrupción no es excepción, es norma, la estructura en la que incluso la gente más humilde ha aprendido a relacionarse con la política: "Yo te voto, ¿y tú qué me das?" El resultado es el estancamiento y la concentración de la riqueza.
Esto podría haber continuado indefinidamente, pero ha llegado a extremos absurdos como obras que se han cobrado varias veces y permanecen inconclusas; la gente puede ver con claridad cómo se malversan los recursos mientras el hambre apremia.
El descontento social ha rebasado los límites tolerables y ha puesto por primera vez en la historia a un gobierno popular a administrar una de las ramas del Estado: por primera vez la intención de una administración está en defender el carácter público de los recursos y no en beneficiar a una minoría.
Todo esto puede ser descartado por algunos, pero al menos en un sentido teleológico, quienes militamos en la izquierda estamos aquí por una diferenciación radical con quienes defienden el interés particular sobre el bienestar común. Dicho de otro modo: quien crea que puede privar a otros de sus derechos en beneficio propio no puede ser considerado de izquierda, aunque utilice ese discurso para acceder al poder.
¿Qué ocurre entonces con la corrupción en el gobierno del cambio? Sencillo, al haber sido siempre oposición, ese Estado antipopular y corrupto se nos hace absolutamente extraño; administrarlo ha sido una tarea casi imposible porque todo está diseñado para funcionar en detrimento de la gente, el funcionamiento ultra burocrático y clientelar no es un accidente, es el resultado del perfeccionamiento en función del saqueo.
Así pues, en los intentos por implementar las políticas del cambio, ha sido necesario llegar a acuerdos con todos los sectores de la derecha: desde el uribismo hasta el Partido Verde.
Estos acuerdos implican abrir la puerta a funcionarios de la derecha para que administren este Estado que nos resulta tan ajeno, pero sin ingenuidad, sabiendo que estos funcionarios seguirán trabajando para los intereses a los que siempre han servido: saquear el Estado. Ya lo hemos visto en el caso de los contratos de pasaportes en la cancillería y ahora en los contratos de carrotanques para La Guajira en la Unidad de Gestión de Riesgo.
El Gobierno del cambio enfrenta entonces un dilema: abrirse a los sectores de la derecha en una convergencia que anula cualquier posibilidad de cambio real, o depurar las instituciones e intentar transformarlas con los pocos funcionarios calificados que tenemos, so pena de continuar con el rezago de ejecución y que ninguna reforma vea la luz en el congreso.
Así están las cosas; nadie dijo que sería fácil.