El tipo se levanta todos los días justo antes del amanecer. No necesita una alarma de ruidos lentos y agresivos. Como si presintiera la llegada de la aurora, abre los ojos, sonríe y se incorpora de inmediato. Dobla su colchón delgado, pliega la única manta con la que duerme y acomoda la almohada encima. Todo va en el rincón de su cuarto de cortinas de papel. Riega las plantas —que apenas empiezan a despertarse— con un atomizador de color. Se lava los dientes y baja al primer piso. Toma las llaves y sale de su casa. El día empieza a clarear. Una máquina expendedora le arroja una lata de café frío. Se sube a su pequeño furgón blanco y se toma el primer sorbo. El ritual termina cuando escoge la música —entre un puñado de cassettes— que lo acompañará hasta el trabajo. Atraviesa la ciudad por avenidas que empiezan a poblarse de vehículos con una selección casi perfecta de canciones: Lou Reed, Nina Simone, The Velvet Underground, entre otros. Hirayama limpia los sorprendentes baños públicos de Tokyo con una devoción casi meditativa y un orgullo, quizás, inexplicable. Esta es su rutina, así son sus días perfectos, es ese su buen vivir.
Mucho se ha escrito sobre Perfect Days, la última película de Wim Wenders. Y no es para menos; es una obra maestra que sacude desde lo básico hasta lo sublime en el espectador. Un manual de vida envuelto en un discurso de simpleza que raya en la más palpable espiritualidad y en la exquisitez musical. Hirayama es un hombre bueno al tener una vida buena. O, tal vez, el hecho de tener una vida buena ha hecho de Hirayama un hombre bueno. Es probable que la virtud de Perfect Days reside en hacer quedar mal al mundo y a sus formas de vida prevalentes. Tan angustiadas, tan afanosas y tan agridulces. Días y noches que se viven a medias por desatención y hartazgo como si fueran objetos desechables que se reemplazan cada veinticuatro horas. La pérdida paulatina del asombro y la maravilla ante la asombrosa y la maravillosa realidad ha desembocado en estados de crispación permanentes y conversaciones idénticas que no llegan a ningún lugar. El mundo se queda siendo el mismo si siempre se observa desde el mismo lugar.
La virtud de Perfect Days reside en hacer quedar mal al mundo y a sus formas de vida prevalentes. Tan angustiadas, tan afanosas y tan agridulces
Por siglos el ser humano se ha dedicado a pensar hasta el cansancio sobre el significado y la esencia de una vida buena. Unos han apostado por el más férreo ascetismo y otros por hacerse palacios llenos de espejos deformantes (valga la redundancia). Al fin de cuentas han sido ejercicios de pensamiento incapaces de convencer a todos, salvo en el caso del actual consumismo —esa ética victoriosa de la devastación— que ha disfrazado al tener como una forma cosmética del ser. Sin embargo, lo que si han dejado todos estos intentos por ciertos fallidos (desde auscultar el espíritu a diario hasta la venta de la felicidad en Instagram) son algunas conclusiones de lo que en definitiva es tener una mala vida: como un experimento que funciona solo en la medida que descarte más y más hipótesis. Hoy en día, sabemos, así no se quiera aceptar, qué y cómo se vive una vida mala o cómo se acepta, sin más, un mal vivir.
A diferencia de Hiroyama, que descubrió su forma personal de bienestar y en él insiste, pareciera que nosotros redundáramos, con toda voluntad, en una vida precaria repleta de ruido y molestia. Hemos reemplazado el ritual rutinario de la sonrisa agradecida y la gracia erguida que enseña Perfect Days por el círculo vicioso —y biloso- de la notificación de la pantalla brillante que impone la discusión enfrascada del día. Con tristeza he visto que los primeros destellos de la mañana son anulados por la primera maledicencia y las tempranas horas del día se diluyen entre pesimismos y cinismos. Pensándolo bien, puede ser que el antídoto del personaje de la película, además del permanente estado monacal de agradecimiento, sea dedicar su vida a limpiar los baños hasta dejarlos impecables. Abunda la sabiduría en servir a los demás con convicción. En vez de teorizar sobre un futuro cada vez insoportable e impredecible y recabar en palabras que se quedan vacías de tanto nombrarse, Hiroyama comprendió que con darle un vistazo al mundo y su belleza basta.
Perfect Days tiene un pequeño tesoro entre los créditos finales. Una palabra en japonés que describe el destello que causa la luz del sol cuando atraviesa las hojas de un árbol: komorebi. Uno de esos breves detalles que entrañan la diferencia entre la insolencia y la gratitud, entre lo baladí y lo bello, entre lo pasajero y lo veraz. El mundo está repleto de esos detalles preciosos que funcionan como adivinanzas para el buen vivir: el primer canto del primer pájaro en la madrugada, la textura del viento cuando avisa la lluvia o el olor del vapor del agua cuando aterriza sobre el café seco. Milagros sutiles capaces de dotarnos de las suficientes explicaciones y razones para tener una buena mañana e ir enderezando la agitación del día.
¿Qué tan lamentable será hacer depender la dicha y la gratitud de nuestros días por lo que opine o deje de opinar el político de turno y sus opositores?
Cada quien sabrá darse su propia respuesta. Cada quien conserva el derecho de arruinar sus días.