Las puertas del imponente caserón de la calle Las Lomas se cerraron desde ese jueves santo. Hace un año. Los colores parecen haberse atenuado y las mariposas ahora se posan en otro lugar. Mercedes guarda su tristeza en la intimidad que le da el silencio y la soledad. Su amigo, Julio Cortázar, decía que los mejores diálogos los tenía con su cigarrillo. Cada vez que enciende uno, Mercedes cree que va a volver a escuchar el teclear de la vieja Remington, que por un extraño sortilegio el tiempo de antes volverá.
Fue feliz fue cuando cumplió 80 años. Le hicieron una fiesta en Siqueiros ese santuario del arte y la bohemia que tiene en Ciudad de México una amiga suya. Le hicieron una torta con la forma de un bolso Louis Vutton adornado con mariposas amarillas. Sus hijos estuvieron con ella. Gonzalo cantó una ranchera y Rodrigo la abrazaba una y otra vez. Su esposo le apretaba con suavidad la mano y la miraba con la misma ternura que lo hacía cuando tenía nueve años y supo que él era el hombre con el que llegaría a vieja.
Las invitaciones se apilan en la entrada de la casa. Un portero las recibe. El silencio reina en la casa de San Ángel, ya nadie cuenta ninguna historia. Afuera, en la acera, si hay movimiento. Flores amarillas deja el turista sueco que espera verla aunque sea pasar como una sombra. Una danesa, achicharrada por el sol del mediodía, agita un ejemplar de Crónica de una muerte anunciada. El guardia los mira desde la garita. Ninguna palabra mágica los hará entrar. Mercedes no mira a la calle. Como Rebeca Buendía se ha enclaustrado a llorar la ausencia del único hombre que tuvo. La casa no huele a pólvora sino al humo del cigarrillo eterno que se consume entre sus dedos.
La prensa decía que era silenciosa y se equivocaban. Mercedes tiene la sabia precisión de los guajiros ancianos. No malgasta palabras pero cuando abre la boca es demoledora. Su esposo decía que sus amigos confiaban más en ella que en él. Fidel Castro la llamaba a media noche a consultarle una decisión de estado. Felipe González hacía lo mismo. Nadie como ella para entender el mercado. Era talento y conocimiento. Los periódicos se apeñuscaban en su cama. Colombia, siempre Colombia. Entre más lejos, más cerca.
“Yo no tengo nada que decir, acá el que importa es él, no yo, yo no hacer nada” Decía estoica, como la Mama grande. Pómulos pronunciados, piel trigueña, belleza guajira. Mientras él tecleaba una novela a la que iba a titular La casa, ella se ocupada del hogar, de los hijos. Era ella la que se sentaba con Rodrigo a ver esas películas de Emilio Fernández y Manuel Gavaldón que tanto le gustaban. Era la maestra del futuro cineasta pero no lo sabía. Papá siempre estaba encerrado en su estudio, escribiendo o bloqueado, pero siempre solo. Ella era la que tenía que convencer al panadero, al carnicero. Las cuentas nunca dan espera. “Más vale que sea buena” le decía cuando le dejaba al lado de la máquina de escribir un café. Esperó seis meses. México era mejor que Nueva York. Al menos no hacía frío, no había hambre y la gente hablaba su mismo idioma. Cualquier lugar era mejor que Nueva York.
Una tarde cualquiera de 1966 la llamó. Se sentó frente a él y escuchó la historia de los Buendía. No se había equivocado, la novela funcionaba aunque nunca le gustó el título. Si, era mejor Cien años de soledad. Con la poca plata que tenían les alcanzaba para mandar a una editorial en Buenos Aires la mitad de las galeradas. Estaban tan ansiosos que se equivocaron y mandaron la historia de la mitad para atrás. Cuando se dieron cuenta quedaron desolados. Perdieron la esperanza. Sin embargo la novela era tan bueno que gustó. Hasta el momento han vendido 30 millones de copias del libro ese. Valió la pena.
Como su paisana Úrsula Iguarán, Mercedes cree que la casa es demasiado grande para estar ella sola. Si sólo tuviera ganas de salir. Afuera la conocen, podría pararse frente a una multitud de fans y hablar durante horas pero para qué. Pero todo es inútil. Ella sólo amó a una persona y ya se fue. Ya no la va a volver a ver más.
Guarda una esperanza. Gabito siempre fue persistente, incluso cuando ella vivía en Medellín y él estaba en Barranquilla. El amor le cambió su decisión de ser monja. Era más fuerte que la vida, que el credo y su sino, como decía ese bolero que le gustaba tanto, era más fuerte que todo el respeto y el temor a Dios. Acostumbrada a ese amor sabe que aunque él siempre dijo que no existía eternidad, la está esperando en alguna playa de la memoria. Cuando cierra los ojos puede ver las mariposas amarillas revoloteando sobre su cabeza y a él, otra vez escuálido y con el pelo azabache como a sus veinte años, con un cigarro en la boca, mirándola con el mismo amor, tomados de la mano viendo la misma lluvia caer sobre Macondo.