La sabiduría popular nos ha permitido asumir que todos los resultados en la vida son producto de nuestras propias acciones. Es decir: si nuestros actos son contrarios al bienestar general nos irá mal, pero si los mismos contribuyen al bien común, nos irá bien. De allí que el adagio popular sostiene una máxima que pareciera irrefutable: todo esfuerzo tiene su recompensa. Pues bien el caso que nos ocupa aquí, se constituye en excepción social de la norma.
Durante el desarrollo de la segunda guerra mundial, cuando los unos se creían más bélico que los otros y los otros más inteligentes que los unos, tal cual como pasa hoy en día sin que aprendamos, apareció en escena uno de los genios más brillantes que ha tenido la humanidad y sin fusil al hombro. Alan Mathison Turing, matemático, filósofo y criptógrafo británico, considerado el padre de la inteligencia artificial -campo de la informática moderna muy de moda hoy en día- y personaje más grande del siglo XX, a quien Europa debe su existencia, pero sin reconocimiento publico alguno, hasta hoy.
Para entonces, los submarinos de Hitler hundían como por arte de magia, cuanto buque aliado cargado con alimentos y arma para Gran Bretaña cruzaba el mar del norte. Ese éxito bélico era producto del uso en sus comunicaciones, de códigos encriptados, con cambios recurrentes y con opciones de descifrado casi infinitas: más de ciento noventa trillones de posibilidades -más fácil ganarse el baloto-. Información cifrada y enviada a través de una genial máquina llamada Enigma.
El desastre era total, ningún convoy americano lograba evitar las acciones de los submarino alemanes. Cientos de soldados británicos morían diariamente. A pesar de la tecnología y capacidad militar, ganar la guerra se había tornado casi imposible para los Aliados. Hasta que Alan Turing, al frente de un equipo de criptoanalistas, en Bletchley Park sede secreta de códigos y cifras, desarrolló una máquina que después de muchos intentos, en cuestión de segundo logró descifrar la información contenida en los mensajes de los códigos enigma del Fuhrer.
Christopher, nombre con el que bautizó Alan a su dispositivo inteligente, llamada así en homenaje a un amigo de quien se enamoró en su adolescencia cuando cursaba estudios en Sherborne, permitía en segundos conocer con exactitud la información transmitida a través de los enigmáticos códigos de Hitler. La máquina de Turing, mediante una serie de reglas y procesamiento iterativo de un conjunto ordenado y finito de operaciones, permitió reconocer patrones y encontrar la clave para decodificar los mensajes nazis, acabar con el éxito alemán en la guerra y finalmente terminarla, con la rendición germana y la muerte de Adolf Hitler.
Pero la intransigencia inglesa de la época y ese sentimiento de la realeza británica que solo siente afecto por perros y caballos. Le pagó a Turing por sus servicios al mundo, con prisión por indecencia grave en sus preferencias sexuales, al violar la Ley penal originaria de una decisión tomada a caballo por Enrique VIII en 1533, época cuando el mundo aún era tan reciente que todas las cosas carecían de nombre y para mencionarla había que señalarlas con el dedo. Con esta decisión lo convirtieron en paria, le prohibieron trabajar en el desarrollo de computadores y lo obligaron a consumir fármacos recetados para que dejara de ser marica, medicamentos que le hicieron salir tetas, causar impotencia, obesidad y depresión profunda, lo que finalmente lo condujo a la muerte.
Aunque nunca fue claro. Según la versión oficial Alan Turing se quitó la vida en su propio laboratorio, al consumir una manzana bañada en cianuro. Había optado como sitio de reclusión su propia residencia en donde cumplía su condena, a cambio del consumo de esos medicamentos, los cuales, según la ignorancia medieval, las posturas conservadoras y las creencias religiosas, eran capaces de curar la enfermedad del homosexualismo.
Aunque, para la víctima, de nada sirven los reconocimientos públicos después de muerto, por lo menos resarcen el honor de la familia. Tal vez por ello en 2009, el gobierno británico se disculpó públicamente por la forma cruel y espantosa en la que Turing había sido tratado. En 2013 la reina Isabel II le otorgó indulto póstumo. En 2017 el parlamento británico aprobó la Ley Alan Turing, mediante la cual se indultó a los hombres amonestados o condenados por sus preferencias sexuales. En 2019 la audiencia de la BBC lo eligió la persona más grande del siglo XX y finalmente el 23 de junio de 2021, en conmemoración a su natalicio, se lanzó el billete de 50 libras esterlinas con la imagen de Alan Turing.
Cerrando con otro adagio popular, este sí, acorde con los hechos: más vale tarde que nunca.