En una lúcida síntesis de su criterio acerca de la toma de decisiones, Clara López Obregón, en una reciente entrevista concedida al semanario VOZ, decía que “Exigir que todas las decisiones sean por unanimidad permite el veto” y que “la simple mayoría tiene la desventaja que deja casi siempre a la mitad por fuera”.
Me sumo a tal concepto, particularmente en lo relacionado con la unanimidad, pues tuve la oportunidad de ser testigo de sus consecuencias en un evento adelantado en tiempos en que el mayor protagonismo dentro de la izquierda lo marcaba Marcha Patriótica, un proceso organizativo que, apabullante en vida, murió sin dolientes.
En tal ocasión, al moderador de una de las comisiones de trabajo que allí se constituyeron se le ocurrió proponer que las decisiones se adoptaran por unanimidad, pues le parecía que esa era la forma más democrática de decidir. Curiosamente, tal propuesta se aprobó, pero no por unanimidad, sino por un número de votos ni siquiera igual al de las dos terceras partes. Como de allí en adelante no se pudo aprobar ninguna proposición, porque nunca faltaba quien se opusiera, tuvieron que reemplazar tal mecanismo por el de la mayoría simple.
Casi siempre que de tomar decisiones se trata, es natural que el mayor protagonismo lo asuman dos o tres personas, y que en torno a ellas se vayan generando adherencias, pero no tanto por la solvencia de sus argumentos, como sí por su pertenencia a una determinada capilla ideológica o política, cuando no por el temor del adherente a caer en el campo de las minorías, lo cual podría acarrearle consecuencias desfavorables.
Por eso no podemos creer que lo que así se decide sea lo más democrático. Solo puede serlo cuando cada participante actúe en función de brindar los aportes que a su juicio puedan dar lugar a la decisión más favorable para el conjunto y respalde como propios los criterios de los demás, si cree que coinciden en el mismo propósito.
Desafortunadamente no son esas nuestras formas de decidir, ni podrán serlas mientras vivamos en una sociedad en la que el beneficio buscado depende del interés de la clase social que lo busca.
Lo estamos viendo bajo el gobierno de Petro, a cuyos proyectos las oligarquías les atraviesan los argumentos más inverosímiles, acompañados del consiguiente voto negativo. Eso no es democracia. La mejor democracia, y la más efectiva, es la que se expresa en las calles. Es la democracia a la que a cada rato Petro nos convoca, y de la que podríamos esperar que adquiriera poder constituyente si pudiéramos concitar a su favor el respaldo de todo el pueblo. Intentémoslo.