La moderna historiografía colombiana ha demostrado con suficiencia, a partir de operaciones analíticas como la consulta de documentación y su interpretación crítica, la responsabilidad de la Iglesia Católica en los distintos ciclos de violencias registrados en el país a lo largo del siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX.
En efecto, el conocimiento histórico sobre ese asunto del que se dispone, plasmado en multitud de obras publicadas en los últimos años, ha puesto de relieve como la institución católica, al involucrarse en los asuntos políticos, devino en un actor -no cualquier tipo de actor- que no dudó en acudir al uso de las armas para imponer sus creencias y sostener sus privilegios. Las consecuencias de ese proceder en el ámbito del libre pensamiento y de una cultura de la tolerancia, a largo plazo, fueron nefastas para Colombia.
La Guerra de los Conventos (1839-1842) fue, precisamente, la primera confrontación armada en la era republicana en la que, sin miramientos, la Iglesia Católica actuó como un cuerpo religioso - militar, tomando parte en las acciones militares contra los liberales. A partir de ese momento se abrió paso lo que será una constante en la historia nacional.
La prédica católica se acompañó con más fuerza de prácticas de intolerancia religiosa y política, concibiendo un férreo espíritu de vigilancia y control que se extendió a todos los ámbitos de la vida pública y privada.
La parroquia y el sermón devinieron en escenarios y recursos desde los que se difundió un relato que condenó y persiguió a diestra y siniestra, desde doctrinas como el liberalismo, el socialismo, el comunismo, pasando por concepciones religiosas como el protestantismo y el judaísmo, y prácticas como la masonería y el agnosticismo.
La Constitución de 1886 y el Concordato de 1887, reforzaron el poder de la iglesia católica, al garantizarle poderes materiales y simbólicos (la religión es el «cemento de la sociedad», afirmó August Comte a mediados del siglo XIX) y, además, restituyéndole el control de la educación, con la cual, antes que construir ciudadanos para un Estado moderno, debían formarse buenos cristianos (rezanderos e intolerantes, según los códigos de la época). En ese contexto, los curas se convirtieron en figuras de primer orden en las parroquias.
La literatura de aquel periodo (Tomás Carrasquilla, Eduardo Caballero Calderón, Gustavo Álvarez Gardeazabal y otros) recreó con ingenio a estos personajes imbuidos de una especie de espíritu de cruzada, quienes, alentados por sus superiores, promovieron persecuciones a quienes no practicaban el catolicismo y se reclamaban simpatizantes de corrientes políticas diferentes a la del conservatismo. Tal y como lo había consignado en un folleto el sacerdote español Félix Sardá y Salvany en 1884, el liberalismo era pecado. Igual acontecía con el socialismo, el comunismo y el anarquismo. ¡Contra ellos, todo el poder divino!, era la premisa.
El de monseñor Miguel Ángel Builes (1888 – 1971), obispo de Santa Rosa de Osos, es un caso paradigmático del problema que aquí se analiza. Su pensamiento y acción recrea a plenitud el espíritu de intransigencia que se instauró en muchas partes de Colombia en aras de impedir a toda costa la secularización de la sociedad.
Sus posturas retardatarias en temas como la participación de la mujer en los asuntos de la vida pública, la educación con base en métodos científicos, la ejecución de actividades lúdicas como el baile y el cine, la lectura de periódicos liberales, la tolerancia con corrientes políticas modernas, divisan un ambiente cultural que contribuyó a perfilar el ethos de la sociedad colombiana.
El «miedo al comunismo», por ejemplo, plasmado en una de las publicitadas pastorales de Builes, da cuenta del molde ideológico que acompañó a ese catolicismo intransigente, y en el que se cruzan confusamente elementos religiosos y políticos:
Pobres nuestros obreros quienes halagados con falsas promesas de redención que dizque les van a dar sus falsos profetas, sus fementidos libertadores, ayudan eficazmente a que todos los bienes de los particulares pasen al Estado para que este los reparta por igual a los hombres laboriosos y holgazanes; a los que producen riqueza con su trabajo y a los que como parásitos chupadores consumen, pero no quieren trabajar [...] Lo que Dios hizo desigual, el hombre no puede cambiarlo, y el derecho de propiedad que nace con el hombre, no podrán destruirlo todos los socialistas del mundo. Podrá aniquilarse la humanidad, como en parte aconteció en Rusia; pero el derecho natural no se destruirá jamás. (Cartas Pastorales. 1914-1939. Medellín: Imprenta Editorial, 1939).
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La oposición insidiosa y denodada de monseñor Builes a las reformas liberales de las décadas de 1930 y 1940, lo convirtieron en un actor destacado que supo modelar pasiones y azuzar un ambiente de temor y odio que, a la postre, tuvo consecuencias lamentables para el país. “Un campesino colombiano debe ser un soldado de Dios encargado de combatir el ateísmo liberal” o “Los obispos que no defenestran desde el púlpito la apostasía roja no son más que unos perros echados”, son algunas de las muchas afirmaciones que monseñor consignó en sus cartas pastorales.
Los cerca de doscientos mil colombianos que murieron en el periodo conocido como La Violencia, también se deben interpretar como una consecuencia del proceso histórico aquí descrito. Las pastorales, pronunciamientos y sermones de los representantes del catolicismo referidos a cuestiones políticas, como se ha indicado, contribuyeron a fortalecer sentimientos de enemistad con quien pensaba o creía en algo diferente.
El cuadro El Bogotazo de Débora Arango, recrea la manifestación cruda de esos sentimientos construidos. Se trata de una acuarela en la que la artista antioqueña reconstruye los sucesos ocurridos luego del asesinato de Gaitán en 1948. Crueldad y deseo de venganza se divisan como armas capaces de hacer daño. Juntas se concentran en un símbolo católico: una iglesia que se convierte en objeto de ataque por un grupo de personas y unos religiosos (curas y monjas) que presurosos la abandonan para preservar sus vidas.
Las palabras del padre Jesús Hernán Orjuela, un personaje mediático a quien sus feligreses llaman «padre Chucho», emitidas recientemente en un sermón en una iglesia del occidente de Bogotá, se inscriben en una continuidad histórica que hunde sus raíces en los comienzos de la república. “Este país se prepara para una guerra civil, este país va a llegar a una guerra civil si no reaccionamos”, afirmó el sacerdote, haciendo alusión a la situación actual de Colombia.
No es necesario en este punto ser docto en análisis de coyuntura política para reconocer una similitud de visión entre el referido cura y voceros del bloque duro de la derecha colombiana, como María Fernanda Cabal, «Pachito» Santos y Eduardo Zapateiro, excomandante del Ejército, quienes alientan por otros medios de comunicación (el sermón también lo es) la tesis de que Colombia va en dirección a una guerra civil, como resultado de la «mala gestión» del presidente Gustavo Petro.
Estos últimos, en su interés por «emberracar al pueblo» a partir de la manipulación de sus emociones (como lo hicieron cuando el plebiscito por la paz en 2016), acuden a la idea de una supuesta guerra civil, de no ser intervenido el factor que la ocasiona. Aquí es que cabe la sentencia encriptada del «padre Chucho» en su sermón referido: “Cuando hay un pueblo que sufre por un hombre que quiere destruir, hay un Dios que baja”.
Que el «padre Chucho» no tiene la estatura simbólica de monseñor Builes, es evidente, para fortuna de quienes anhelan un país que transforme, en un ambiente de paz, la vida de las mayorías. La intolerancia de Builes tuvo, digámoslo, una fundamentación ideológica que bebió de fuentes doctrinales «duras» como el neotomismo y el Syllabus.
La postura del «padre Chucho» se ajusta más a una réplica vacía y mecánica (quiero decir, sin mayor contenido analítico y doctrinal) del viejo imaginario anticomunista que desde el siglo XIX han elaborado las élites políticas y que ha contado con la venia y los aportes ideológicos y doctrinales de la jerarquía católica y, en la historia más reciente, de otras corrientes religiosas.
No significa que lo dicho por el «padre Chucho» no deba ser atendido a partir del análisis crítico. Todo lo contrario. Su papel como líder espiritual lo convierte en un emisor de concepciones (ideologías, pensamientos) que tienen impacto en la vida de las personas.
En la iglesia sonaron aplausos efusivos de la feligresía cuando el referido padre anunció, a su manera, el apocalipsis que caería sobre Colombia si no se reaccionaba a tiempo. No obstante, con la misma intención -conmover y despertar emociones- Builes lo dijo de mejor cuando tuvo la oportunidad de hacerlo:
En estos mismos momentos centellean como lenguas de fuego infernal, amenazantes y terribles, las espadas enemigas en todos los frentes, en la cátedra, en la tribuna, en los congresos, en las asambleas, en los periódicos, en los panfletos y hojas volantes, en convenciones y en proyectos de Constitución nacional, con lo que intentan derrocar a Cristo de su trono, para ellos levantarse el suyo sobre las ruinas, también nuestra palabra como espada y nuestra pluma como saeta han de flamear y clavarse en el propio corazón del monstruo que es el error, que es la herejía, aunque choquen contra la enemiga lanza y se rompan en mil pedazos, con tal de defender los derechos de Dios y de su Iglesia, hoy más que nunca odiada y perseguida (Cartas Pastorales. 1914-1939. Medellín: Imprenta Editorial, 1939).